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Memoria de la Iglesia
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Recuerdo de san Anselmo (1033-1109), monje benedictino y obispo de Canterbury; soportó el exilio por amor a la Iglesia. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 21 de abril

Recuerdo de san Anselmo (1033-1109), monje benedictino y obispo de Canterbury; soportó el exilio por amor a la Iglesia.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 13,13-25

Pablo y sus compañeros se hicieron a la mar en Pafos y llegaron a Perge de Panfilia. Pero Juan se separó de ellos y se volvió a Jerusalén, mientras que ellos, partiendo de Perge, llegaron a Antioquía de Pisidia. El sábado entraron en la sinagoga y tomaron asiento. Después de la lectura de la Ley y los Profetas, los jefes de la sinagoga les mandaron a decir: «Hermanos, si tenéis alguna palabra de exhortación para el pueblo, hablad.» Pablo se levantó, hizo señal con la mano y dijo: «Israelitas y cuantos teméis a Dios, escuchad: El Dios de este pueblo, Israel, eligió a nuestros padres, engrandeció al pueblo durante su destierro en la tierra de Egipto y los sacó con su brazo extendido. Y durante unos cuarenta años los rodeó de cuidados en el desierto; después, habiendo exterminado siete naciones en la tierra de Canaán, les dio en herencia su tierra, por unos 450 años. Después de esto les dio jueces hasta el profeta Samuel. Luego pidieron un rey, y Dios les dio a Saúl, hijo de Cis, de la tribu de Benjamín, durante cuarenta años. Depuso a éste y les suscitó por rey a David, de quien precisamente dio este testimonio: He encontrado a David, el hijo de Jesé, un hombre según mi corazón, que realizará todo lo que yo quiera. De la descendencia de éste, Dios, según la Promesa, ha suscitado para Israel un Salvador, Jesús. Juan predicó como precursor, ante su venida, un bautismo de conversión a todo el pueblo de Israel. Al final de su carrera, Juan decía: "Yo no soy el que vosotros os pensáis, sino mirad que viene detrás de mí aquel a quien no soy digno de desatar las sandalias de los pies."

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El viaje de los discípulos, o mejor, de la Palabra de Dios, continúa hacia Antioquía de Pisidia. Es aquí, en la gran región que se llamaba Asia Menor y hoy Turquía, donde Pablo quiere comunicar el Evangelio; y está decidido en esta elección suya aunque provoque alguna tensión hasta el punto de que Juan Marcos se separa de ellos para regresar a Jerusalén. Es un pequeño signo de las tensiones inevitables que surgen en el interior de la comunidad, pero que no deben limitar y mucho menos detener la tensión misionera. Después Pablo escribirá a los colosenses que Juan Marcos se reúne con él y le asiste durante el cautiverio (Col 4,10). Pablo, llegado a Antioquía de Pisidia, va de nuevo a la comunidad judía y es invitado a hablar en la sinagoga en la Liturgia del sábado siguiente; y aquí el apóstol pronuncia su primer gran discurso a los judíos. Lucas ya ha narrado el que hizo de Pedro y el pronunciado sucesivamente por Esteban. Ahora es Pablo quien predica el Evangelio al mundo judío. Él lo hace sabiendo bien cuál es la altura de la vocación religiosa del pueblo de Israel, por esto va siempre a encontrar a la comunidad judía a las ciudades donde va como misionero del Evangelio. Pero es consciente, por su misma experiencia personal, de la facilidad con la que nos dejamos tentar por el orgullo de la pertenencia que nos hace insensibles a Dios y a su palabra. Pablo escucha las lecturas de la ley y de los profetas como había hecho muchas veces en su juventud. Pero esta vez las escucha como cristiano, después de un profundo cambio interior; y siente la responsabilidad de comentar toda la historia de la relación entre Dios y su pueblo, en la nueva visión cristiana que le ha transformado profundamente; y se dirige con respeto a quienes le escuchan: "Israelitas y cuantos teméis a Dios". El apóstol es consciente de la gravedad del momento, y lee la historia de Dios con su pueblo. El pasaje que hemos escuchado termina con el testimonio del Bautista que da al pueblo de Israel el culmen de esta larga historia: "Sino mirad que viene detrás de mí aquel a quien no soy digno de desatar las sandalias de los pies". Quizá pocos de los oyentes conocían al Bautista, en todo caso era el último de los profetas que anunció la presencia del Mesías, Jesús de Nazaret.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.