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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

VI de Pascua
Hoy celebran la Pascua las Iglesias ortodoxas. Recuerdo de san José obrero y fiesta del trabajo.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 1 de mayo

Homilía

Mientras nos acercamos a la celebración de Pentecostés, la liturgia nos presenta la Última Cena y propone un pasaje en el que encontramos uno de los grandes discursos que Jesús hizo a los suyos. Los versículos 23-29 del capítulo 14 del Evangelio de Juan forman parte del primer coloquio de Jesús, cuando refuerza la fe y el amor de aquella primera pequeña comunidad con la promesa del Espíritu. El primer punto que afronta Jesús es el de la presencia de Dios en la vida del creyente y de la comunidad. Es sin duda alguna uno de los puntos cardinales de nuestra vida y de cualquier experiencia religiosa. La necesidad de la relación con Dios, que en la sociedad actual a menudo está subrogada a las más variadas experiencias, forma el corazón de la vida de todo hombre. Y el evangelio es la respuesta radical a dicha necesidad. La afirmación de Jesús es clara: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (v. 23). Existe una identidad entre el amor por Jesús, la observancia de su palabra y la presencia de Dios. En la tradición veterotestamentaria el lugar de la morada de Dios en el camino por el desierto era la «tienda», y sucesivamente fue el «templo» y la misma «Jerusalén». Con Jesús, el templo pasa a ser él mismo; y todo aquel que se une a él participa en el culto. Hoy, por tanto, el lugar de la presencia de Dios (¡en eso radica lo extraordinario del cristianismo!) es el corazón de aquel que escucha y pone en práctica el Evangelio. Para encontrar a Dios viene a decirnos el Evangelio de este domingo no necesitamos ni milagros ni visiones extraordinarias ni tampoco revelaciones nuevas. ¡El Evangelio ya basta! Juan, en su primera carta, afirma: «Quien guarda su palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud» (1 Jn 2,5); y el mismo Jesús dice con solemnidad: "En verdad, en verdad os digo: si alguno guarda mi palabra, no verá la muerte jamás» (Jn 8,51).
El Evangelio es la perfección y la vida eterna. Por desgracia la mayoría de nosotros cree poco en esa verdad, aunque las afirmaciones evangélicas son muy claras y comprensibles para todos. El Evangelio no divide a los hombres en perfectos o imperfectos según sus pertenencias. La única división pasa por el corazón de cada uno de nosotros, cuando observa o no observa el Evangelio. Por el contrario, es más bien normal ir en busca de otras cosas. Jesús, tras haber afirmado: "El que no me ama no guarda mis palabras», añade acto seguido: "Y la palabra no es mía, sino del Padre que me ha enviado" (v. 24). Eso es el Evangelio. ¿Cómo podemos decir, pues, que no nos basta? Alguien podría decir que ya hace dos mil años que se escucha el Evangelio y que ha cambiado poco o nada; algunas perspectivas, aunque pudieran estar asociadas al Evangelio, propugnan su adaptación y su modernización. A mí, en cambio, me impresionó mucho una idea que expresaba a menudo el padre Men, párroco de Novayaderevna (cerca de Moscú), que fue asesinado a inicios de los años ochenta en Zagorsk. Hacía pocos años que había fundado un movimiento de renovación religiosa, y a todos aquellos que acudían a él les decía: "No creáis que el Evangelio lo ha dicho ya todo, porque en realidad ahora apenas empezamos a comprender aquellas palabras". Apenas hemos empezado a comprender realmente el Evangelio y la comprensión que hemos empezado a alcanzar requiere una adhesión apasionada y una participación total. No necesitamos más palabras: debemos, y con urgencia, profundizar y amar la única Palabra. Es lo que Jesús dijo a sus discípulos de entonces y nos repite hoy a nosotros: "Os he dicho estas cosas estando entre vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho" (vv. 25-26). Jesús había entendido que los discípulos recuerdan poco y son propensos a la incomprensión; y nosotros no somos distintos de ellos. Por eso añadió que enviaría al Espíritu Santo como maestro interior de los discípulos y de todo creyente. Será tarea suya «enseñar» y «recordar» las palabras que dijo Jesús. "Recordar" el Evangelio con la ayuda del Espíritu significa amarlo como la palabra más querida e intentar ponerla en práctica de todos los modos posibles. La vida del discípulo, guiada no por los numerosos «espíritus» de este mundo sino por el «Espíritu de Dios», hará visible la palabra escrita. Gregorio Magno, con aquella sabiduría espiritual que lo convirtió en uno de los más grandes maestros espirituales, escribía: "La santa Escritura crece con quien la lee".

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.