ORACIÓN CADA DÍA

Palabra de dios todos los dias

Domingo de la Ascensión
Recuerdo de María virgen, venerada como Nuestra Señora de Luján en Argentina.
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Libretto DEL GIORNO
Domingo 8 de mayo

Homilía

Hoy contemplamos el misterio de Jesús que "asciende" al cielo. Los discípulos le habían preguntado si había llegado al fin el momento en el que él habría reconstituido el reino de Israel. Era una pregunta importante, como si se dijera: "Podemos finalmente dejar de preocuparnos? ¿Hemos vencido al Mal de una vez por todas? ¿Cuándo demuestras definitivamente que tú eres el Mesías?". No era la primera vez que preguntaban a Jesús si había llegado el momento en el que todo se habría manifestado y todas las cosas se habrían explicado. En esta pregunta quizá esté el deseo perezoso de no tener que cansarse más contra la división y las dificultades, pero también la espera de discípulos débiles y dudosos ante un mundo hostil y marcado por el mal. Es una pregunta que se presenta especialmente cuando vemos al mal abatirse junto a nosotros. ¿Cuándo vencerá el amor y la muerte será derrotada para siempre? ¿Cuándo se secarán las lágrimas de los hombres? Jesús no responde a esta pregunta de los suyos. Nosotros entendemos tan poco de la vida que fácilmente la reducimos a lo que entendemos, a nuestras cosas y a lo que experimentamos. ¡Jesús parece sugerir que la vida es mucho más grande y ciertamente no nos corresponde a nosotros conocer sus tiempos y sus momentos! Pero el Señor no nos deja solos y promete la fuerza verdadera, la del Espíritu de amor que desciende sobre los discípulos.
Jesús ha subido al santuario del cielo, un santuario no hecho por manos de hombre como nuestras iglesias. Sin embargo, cada vez que celebramos la santa liturgia estamos como envueltos en el misterio mismo de la Ascensión. Cada domingo cuando entramos en nuestras iglesias, ¿no somos acogidos en presencia de Dios? ¿No vivimos junto a Jesús el misterio de la ascensión? Desde el ambón, como desde el monte, él habla a los suyos y les bendice. ¿Y la nube que lo envolvió ocultándolo a la vista de los suyos, acaso no es similar a la nube de incienso que rodea el altar y que envuelve el pan santo y el cáliz de la salvación mientras son elevados al cielo? La ascensión al cielo no significa que Jesús se haya alejado de los discípulos. Significa más bien que ha llegado al Padre y que se ha sentado al lado en su gloria. Por tanto, ascender significa entrar en una relación definitiva con Dios. Al cielo no debe entenderse en un sentido espacial o, si queremos entenderlo así, significa que Jesús está presente en todas partes: al igual que el cielo nos cubre y nos envuelve, así también el Señor, al ascender al cielo, nos cubre y envuelve a todos. Diría aun más: Jesús, al ascender al cielo, envuelve y cubre toda la tierra, al igual que el cielo envuelve toda la tierra, por lo tanto no se aleja. Dado el caso es un acercarse más amplio y envolvente. De no ser así no se comprendería la alegría de los discípulos. ¿Cómo es posible alegrarse mientras el Señor se aleja? Sin embargo Lucas escribe: "Después de postrarse ante él, se volvieron a Jerusalén con gran gozo". Los apóstoles no solo no están tristes por la separación, enseguida están llenos de alegría por una nueva plenitud de presencia de Jesús.
¿Qué ocurrió? Aquel día los discípulos vivieron una experiencia religiosa profunda, es decir, experimentaron que el Señor estaba ya definitivamente junto a ellos con su Palabra y con su Espíritu; una cercanía sin duda más misteriosa, pero quizá aun más real que antes. Indudablemente les vinieron a la mente las palabras que habían oído de Jesús: "Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20). Aquel día de la ascensión las comprendieron hasta el fondo: en cualquier lugar de la tierra, en cualquier época, en cualquier momento, si se hubieran reunido dos o más discípulos del Señor, Cristo habría estado en medio de ellos. Desde aquel momento en adelante la presencia de Jesús habría sido aun más amplia en el espacio y en el tiempo; habría acompañado a los discípulos para siempre, a dondequiera y en cualquier caso. De aquí el motivo de la gran alegría. Nadie en el mundo habría podido ya alejar a Jesús de su vida. Esta alegría de los discípulos es ahora nuestra alegría.
El cielo parece una dimensión poco concreta, alejada, casi un sueño inalcanzable que puede encantar por su belleza, pero que no tiene nada que ver con nuestras decisiones concretas. La vida terrena parece una cosa y la del cielo otra totalmente diferente. En realidad hay una continuidad de la vida. Jesús mismo resucitado no se aparece a los suyos con un cuerpo nuevo y perfecto sino con aquel mismo cuerpo suyo marcado por la historia, por la violencia. Jesús resucitado, hombre de la tierra y del cielo, no es un fantasma, aunque sea el más hermoso. El carácter concreto de Jesús resucitado establece precisamente esta relación entre la vida de la tierra y la del cielo. En la Carta a los colosenses el apóstol Pablo afirma con solemnidad que "Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, los seres de la tierra y de los cielos" (Col 1, 19-20). La Ascensión nos muestra cuál es el futuro que Dios ha reservado a sus hijos: es el cielo alcanzado por Jesús donde, como había dicho, nos va a preparar un lugar, para que también nosotros estemos donde está él y él nos toma consigo desde hoy. Los discípulos de Jesús no han resuelto todos sus problemas: son hombres débiles, incrédulos y llenos de miedo. Sin embargo, podemos ser testigos de este amor siempre y hasta los confines de la tierra. Testigos ante todos, incluso ante aquellos que no consideramos o que nos sentimos con derecho a tratar mal. Encontraremos un poco de cielo en la vida de cada uno y seremos también nosotros hombres del cielo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.