ORACIÓN CADA DÍA

Domingo de Pentecostés
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Libretto DEL GIORNO
Domingo de Pentecostés
Domingo 15 de mayo

Homilía

"Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos con un mismo objetivo" (Hch 2,1). Habían pasado cincuenta días de la Pascua y ciento veinte seguidores de Jesús (los Doce con el grupo de los discípulos, María y las demás mujeres) estaban reunidos, como solían hacer, en el cenáculo. Tras la Pascua, efectivamente, no habían dejado de reunirse para rezar, escuchar las Escrituras y vivir en fraternidad. Esta tradición apostólica no se ha interrumpido jamás, desde entonces hasta hoy. No solo en Jerusalén, sino en muchas otras ciudades del mundo los cristianos siguen reuniéndose "todos con un mismo objetivo" para escuchar la Palabra de Dios, para alimentarse del pan de la vida y para continuar viviendo juntos en el recuerdo del Señor.
Aquel día de Pentecostés fue decisivo para los discípulos con motivo de los acontecimientos que tuvieron lugar tanto dentro como fuera del cenáculo. Dicen los Hechos de los Apóstoles que, por la tarde, "de repente vino del cielo un ruido como una impetuosa ráfaga de viento, que llenó toda la casa en la que se encontraban" los discípulos; fue una especie de terremoto que se oyó en toda Jerusalén, hasta el punto de que mucha gente se congregó delante de aquella puerta para ver qué pasaba. Se vio inmediatamente que no se trataba de un terremoto normal. Se había producido un gran temblor, pero no se había derrumbado nada. Fuera no se veían los "derrumbes" que se producían en el interior. Dentro del cenáculo, efectivamente, los discípulos experimentaron un auténtico terremoto que, aunque fue básicamente interior, afectó visiblemente a todos e incluso al entorno. Vieron "lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; se llenaron todos de Espíritu Santo y se pusieron a hablar en diversas lenguas". Fue para todos los apóstoles, los discípulos y las mujeres una experiencia que cambió profundamente su vida. Tal vez recordaron lo que Jesús les había dicho el día de la Ascensión: "Vosotros permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto" (Lc 24,49), y las otras palabras: "Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito" (Jn 16,7). Aquella comunidad necesitaba Pentecostés, es decir, un acontecimiento que sacudiera hasta lo más hondo el corazón de cada persona, como un terremoto. Una fuerte energía los envolvió y una especie de fuego empezó a devorarlos en su interior. El miedo cedió el paso a la valentía, la indiferencia dejó espacio a la compasión, el calor rompió la cerrazón, el egoísmo quedó suplantado por el amor. Era el primer Pentecostés. La Iglesia empezaba su camino en la historia de los hombres guiada por la fuerza del Espíritu Santo.
El terremoto interior que había cambiado el corazón y la vida de los discípulos debía reflejarse fuera del cenáculo. Aquella puerta que había estado cerrada durante cincuenta días "por miedo a los judíos" se abría finalmente y los discípulos, que ya no estaban mirándose a sí mismos, ya no estaban centrados en su propia vida, empezaron a hablar a la numerosa muchedumbre que se había congregado. La larga y detallada enumeración de pueblos que hace el autor de los Hechos indica la presencia de todo el mundo delante de aquella puerta. Mientras los discípulos de Jesús hablan, todos los entienden hablar en su propia lengua: "Les oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios", dicen asombrados. Se podría decir que este es el segundo milagro de Pentecostés. Desde aquel día el Espíritu del Señor empezó a superar ciertos límites que parecían insuperables. Son aquellos límites que atan duramente a cada hombre y cada mujer al lugar, a la familia, al pequeño contexto en el que nacen y viven. Y sobre todo terminaba el dominio incontestable de Babel sobre la vida de los hombres. El episodio de la Torre de Babel nos presenta a los hombres que quieren construir una única ciudad con una torre que llegue hasta el cielo; es el trabajo de sus manos, es el alarde de todo constructor. Pero el orgullo, que empezó uniéndolos, pronto les arrastró; dejaron de comprenderse mutuamente y se dispersaron por toda la tierra (Gn 11,1-9). La dispersión de la Torre de Babel es una historia antigua, pero describe la vida de cada día de los pueblos de la tierra, que muchas veces están divididos y enfrentados entre ellos, pendientes de destacar lo que les divide en lugar de lo que les une. Cada uno mira por sus propios intereses, sin tener en cuenta el bien común.
Pentecostés pone fin a esta Babel de hombres que luchan solo para sí mismos. El Espíritu Santo infundido en el corazón de los discípulos abre un tiempo nuevo, el tiempo de la comunión y de la fraternidad. Es un tiempo que no nace de los hombres, aunque les afecta. Tampoco es fruto de sus esfuerzos, aunque sean necesarios. Es un tiempo que viene de las alturas, de Dios, precisamente como aquellas llamas de amor que se posaron sobre la cabeza de los discípulos. Era la llama del amor que quema toda aspereza y lejanía; era la lengua del Evangelio que cruzaba fronteras fijadas por los hombres y tocaba su corazón para que se conmoviera. El milagro de la comunión empieza precisamente en Pentecostés, dentro del cenáculo y delante de su puerta. Ahí, entre el cenáculo y las calles del mundo, empieza la Iglesia: los discípulos, llenos de Espíritu Santo, vencen su miedo y empiezan a predicar. Jesús les había dicho: "Cuando venga el Espíritu de la verdad, él dará testimonio de mí" (Jn 15, 13). El Espíritu vino, y desde aquel día continúa guiando a los discípulos por los caminos del mundo. La soledad y la guerra, la confusión y la incomprensión, la orfandad y la lucha fratricida, ya no son inevitables en la vida de los hombres, porque el Espíritu ha venido para "renovar la faz de la tierra" (Sal 103,30).
El apóstol Pablo, en la Epístola a los Gálatas, exhorta a los creyentes a caminar según el Espíritu para no satisfacer los deseos de la carne... Los deseos de la carne son conocidos: Fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, ambición, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras, comilonas y cosas semejantes" (Ga 5,19-21). Y añade: "En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí" (Ga 5,22). El mundo entero necesita esos frutos. Pentecostés es el inicio de la Iglesia, y también el inicio de un nuevo mundo. Pues bien, también en este inicio de milenio el mundo está esperando ante la puerta la llegada de un nuevo Pentecostés. El Espíritu Santo, como aquel día de Pentecostés, es derramado sobre nosotros para que salgamos de nuestra avaricia y de nuestra cerrazón para comunicar al mundo el amor del Señor. También nosotros recibimos el don de la "lengua" del Evangelio y el "fuego" del Espíritu, para que mientras comunicamos el Evangelio al mundo, despertemos el corazón de los pueblos acercándolos al Señor.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.