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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 12 de junio

Homilía

El Evangelio de este undécimo domingo nos hace entrar en la casa de un fariseo llamado Simón que ha invitado a Jesús a comer. Mientras están en la mesa "una mujer pecadora pública", indica el evangelista, entra y se acerca a Jesús. Al llegar a los pies del Señor se echa a su lado y, llorando, le mojaba los pies con lágrimas y luego se puso a secárselos con los cabellos de su cabeza y a ungírselos con perfume. No hay duda de que es una escena extraordinaria, en todos los sentidos. Teniendo en cuenta las costumbres de la época, se puede comprender la reacción de los presentes. Es una reacción no solo de molestia por aquella mujer que había entrado en casa interrumpiendo la comida; es también una reacción de duro juicio contra Jesús. Él, sin comprender quién es aquella mujer, la deja continuar. En el fondo, Jesús no entiende la situación. Es como decir que está fuera del mundo o, dicho de otro modo, que el Evangelio no es realista. En realidad, eran ellos los que no habían comprendido ni el amor de aquella mujer y su deseo de ser perdonada, ni, aún menos, el amor de Jesús. Simón, de hecho, se permite criticar en secreto a su invitado: "Si este fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora". Simón tenía realmente el corazón duro para no comprender la explosión de sentimientos de amor y de ternura de aquella escena. Pero estaba tan dominado por su juicio y sus prejuicios que tenía ciego el corazón. Jesús, en cambio, que lee en lo secreto del corazón, acoge a aquella mujer y deja que exprese sus sentimientos de amor, de vergüenza, de petición de comprensión, de perdón, de cariño. Es un momento significativo. Y tan importante es lo que aquella escena significa que Jesús siente la necesidad de explicar lo que está pasando con una parábola. En efecto, expresa el corazón del Evangelio, o mejor dicho, el mismo corazón de Dios y, al mismo tiempo, nuestra distancia de Él.
Por eso Jesús se dirige directamente a Simón. No hace como él, que critica en secreto. Jesús habla claramente pero con cariño y con amor y le dice a Simón: "Tengo algo que decirte". Y le explica una parábola. Es el método que siempre utiliza Jesús: hablar directamente a la mente y al corazón de quien tiene delante. No vino para exponer una doctrina o un nuevo teorema. Jesús vino para cambiar el corazón y la vida de los hombres. Vino para salvarnos haciéndonos más humanos y menos insensibles. La parábola que explica es la de un acreedor que tenía dos deudores, uno con una gran deuda y otro con una deuda de poco dinero. El acreedor perdona la deuda a ambos. La respuesta de Simón sobre quién de los dos debe estar más agradecido es correcta. Pero no se da cuenta de que se está acusando. Jesús se dirige a la mujer y habla a Simón haciéndole ver la diferencia de actitud que la mujer había tenido con él: su recato había sido tan evidente como manifiesto había sido el amor de aquella mujer. "No ha dejado de besarme los pies", dijo conmovido Jesús. «Quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor». En esta afirmación encontramos aquella primacía del amor que el papa Benedicto XVI destacó en su encíclica. El amor siempre viene de Dios. Y aunque esté desenfocado, aunque se dirija en una dirección equivocada, siempre tiene una chispa que, si se enciende, puede provocar un incendio sano. Eso es lo que pasó durante aquella comida. Jesús supo acoger a aquella mujer y encender en ella la chispa del amor. Se dirige directamente a ella y le dice: "Tus pecados quedan perdonados". El amor por el Señor, en efecto, hace que su corazón se vierta sobre nosotros, quema nuestro pecado y nos da fuerzas para una nueva vida. La mezquindad del corazón de los comensales no les dejó comprender las palabras evangélicas y se vieron privados así de la alegría de aquella mujer que había recuperado la alegría de vivir y de amar.
Y tal vez no es una casualidad que el evangelista continúe explicando que Jesús recorre las calles de Galilea en compañía de los "Doce" y de algunas mujeres, enseñando y llevando a cabo signos de salvación, como exorcismos y curaciones. Eso significa que el amor de Jesús continúa recorriendo las calles de los hombres para que todos sean salvados de la frialdad de un mundo que no sabe amar. Es significativo en ese sentido que por donde pasa Jesús se difunde inmediatamente entre la gente la sensación de una nueva esperanza, de una fiesta inesperada, y por todas partes se suscita la espera de una nueva vida. Es ejemplar de esta nueva vida el grupo de mujeres que estaban con él y lo acompañaban allí donde fuera. Ellas, escribe Lucas, "habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades", y habían empezado a seguir a Jesús. Formaban parte de pleno título de aquella nueva comunidad, hasta el punto de que ponen sus bienes al servicio de todos. Es una indicación importante porque muestra claramente que Jesús iba más allá de las costumbres de su tiempo. En efecto, para la costumbre religiosa de la época era impensable que las mujeres entraran en el círculo de los discípulos. Jesús, en cambio, las asocia a su misión, como se ve también en otras páginas evangélicas. Es una indicación que se debe comprender atentamente porque demuestra que nadie está excluido de participar en la comunidad de discípulos, y nadie está dispensado de la corresponsabilidad de comunicar el Evangelio.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.