ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 17 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

2Reyes 11,1-4.9-18.20

Cuando Atalía, madre de Ocozías, vio que había muerto su hijo, se levantó y exterminó toda la estirpe real. Pero Yehosebá, hija del rey Joram y hermana de Ocozías, tomó a Joás, hijo de Ocozías y lo sacó de entre los hijos del rey a quienes estaban matando, y puso a él y a su nodriza en el dormitorio, ocultándolo de la vista de Atalia, y no le mataron. Seis años estuvo escondido con ella en la Casa de Yahveh, mientras Atalía reinaba en el país. El año séptimo, Yehoyadá envió a buscar a los jefes de cien de los carios y de los corredores, y los hizo venir donde él a la Casa de Yahveh y, haciendo un pacto con ellos, les hizo prestar juramento y les mostró al hijo del rey. Los jefes de cien hicieron cuanto les mandó el sacerdote Yehoyadá. Cada uno tomó sus hombres, los que entraban el sábado y los que salían el sábado, y vinieron junto al sacerdote Yehoyadá. El sacerdote dio a los jefes de cien las lanzas y escudos del rey David que estaban en la Casa de Yahveh. La guardia se apostó cada uno con sus armas en la mano, desde el lado derecho de la Casa hasta el lado izquierdo, entre el altar y la Casa, para que rodeasen al rey. Hizo salir entonces al hijo del rey, le puso la diadema y el Testimonio y le ungió. Batieron palmas y gritaron: "¡Viva el rey!" Oyó Atalía el clamor del pueblo y se acercó al pueblo que estaba en la Casa de Yahveh. Cuando vio al rey de pie junto a la columna, según la costumbre, y a los jefes y las trompetas junto al rey, y a todo el pueblo de la tierra lleno de alegría y tocando las trompetas, rasgó Atalía sus vestidos y gritó: " ¡Traición, traición!" El sacerdote Yehoyadá dio orden a los jefes de las tropas diciendo: "Hacedla salir de las filas y el que la siga que sea pasado a espada", porque dijo el sacerdote: "Que no la maten en la Casa de Yahveh." Le echaron mano y, cuando llegó a la casa del rey, por el camino de la Entrada de los Caballos, allí la mataron. Yehoyadá hizo una alianza entre Yahveh, el rey y el pueblo, para ser pueblo de Yahveh; y entre el rey y el pueblo. Fue todo el pueblo de la tierra al templo de Baal y lo derribó. Destrozaron sus altares y sus imágenes, y mataron ante los altares a Matán, sacerdote de Baal. El sacerdote puso centinelas en la Casa de Yahveh, Todo el pueblo de la tierra estaba contento y la ciudad quedó tranquila; en cuanto a Atalía, había muerto a espada en la casa del rey.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Con este capítulo el autor pasa al reino de Judá, el reino del sur. Tras la muerte de Salomón y la división del reino en dos, el libro de los Reyes sigue sobre todo la historia del reino del norte, recordando solo con breves noticias la sucesión de los contemporáneos reyes del sur: en primer lugar Roboán y Abías que merecen un juicio negativo del autor del libro, luego Asá y Josafat juzgados favorablemente y finalmente Jorán y Ocozías considerados también ellos indignos de gobernar al pueblo del Señor. Los seis años del reinado de la reina Atalía son considerados tan negativos para la historia de Judá que ni siquiera se incluyen en la línea de sucesión dinástica. Atalía, al ver que su hijo había muerto, decide exterminar "toda la estirpe real". Pero Josebá, hermana de Ocozías, salva de la muerte a Joás, uno de los hijos del rey, escondiéndolo en el Templo. El niño permanece en el Templo durante seis años hasta que el sacerdote Joadá, haciendo un pacto con los guardias, logra que todo el pueblo lo proclame rey. Para el autor sagrado no importa la edad del niño, lo que importa es su investidura como rey por parte del Señor. Es el Señor, en efecto, el que en realidad gobierna a su pueblo, incluso a través de la debilidad de un niño. La reina Atalía representa para Judá lo que Jezabel fue para Israel; del mismo modo que la fenicia Jezabel había influido en la casa de Ajab, también Atalía determina la historia del reino de Judá. Su decisión de exterminar a los descendientes del rey, que parece ser una decisión suya, de hecho viene a interrumpir la promesa de Dios a su pueblo de dar una descendencia eterna a David. Esta promesa ya había estado en peligro en algunos momentos críticos de la historia y también entonces el Señor había garantizado que siempre habría una lámpara ante él en Jerusalén (1 R 11,36; 15,4; 2 R 8,19). También en este momento de la historia del reino de Judá la presencia oculta del heredero en el Templo se revela como la representación viva de la imagen de la lámpara de la promesa de Dios que continúa ardiendo. Y no hay decisión humana, como la de la reina Atalía, que pueda revocarla. El tema de la maternidad, que evidentemente no puede faltar cuando se habla de sucesión dinástica, es decir, de la continuidad de la casa de David, no indica simplemente la vía biológica de la transmisión de la vida, sino sobre todo la continuidad espiritual, o si se prefiere, la maternidad espiritual que depende de Dios. La ley de la transmisión de la vida en Israel tiene como base otra vía, la que el mismo Señor controla: la vía del Espíritu. Es la vía de la herencia espiritual que pasa, por ejemplo, de Elías a Eliseo.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.