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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 26 de junio

Homilía

El pasaje evangélico nos presenta a Jesús en un momento crucial de su vida. Efectivamente, en el versículo inicial leemos que se acercaban los días de su "asunción", cuando iba a salir del mundo. Frente a esta inminencia, Jesús "se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén" (literalmente: "endureció su rostro hacia Jerusalén"). Se trata de una decisión firme e inamovible. Jesús sabía qué iba a significar para él subir a Jerusalén: la muerte como conclusión del enfrentamiento decisivo con los líderes religiosos. En otras partes del Evangelio los discípulos, que también habían intuido el peligro que corría Jesús, muestran su oposición a aquella decisión del Maestro. Pero la predicación del Evangelio en Jerusalén era decisiva para Jesús; poco después dirá: "Conviene que hoy y mañana y pasado siga adelante, porque no cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén" (Lc 13,33). A partir de este momento, el evangelista hace empezar a Jesús un largo peregrinaje hacia Jerusalén. No es un simple artificio literario. Para el evangelista, el viaje a Jerusalén es emblemático de toda la vida de los discípulos: ser peregrinos hacia Jerusalén, la ciudad de la paz. El Evangelio habla de la Jerusalén terrenal (¡qué importante sería que los responsables de la política se "afirmaran en su voluntad" de ir hacia dicho destino! Toda ciudad tiene derecho a la paz; Jerusalén lo tiene escrito en su nombre). En realidad, el destino es la Jerusalén celestial, la plenitud del Reino de Dios.
En este viaje de Jesús el Evangelio nos guiará para que estemos a su lado. Podemos comparar el Evangelio que se nos anunciará de domingo en domingo con el manto que el profeta Elías echó sobre Eliseo, como escuchamos en la primera lectura de la Liturgia (1 R 19,16b.19-21). Elías encuentra a Eliseo mientras está arando con doce pares de bueyes; al pasar a su lado, el profeta le echa su manto encima. Eliseo, dice la Escritura, "abandonó los bueyes y echó a correr tras Elías". Eliseo no quería perder el vínculo con el profeta. Pero a continuación Elías desapareció, y Eliseo se quedó con el manto de su maestro. Cada domingo el Evangelio será para nosotros este manto, echado sobre nuestra espalda, para que podamos correr tras Jesús. Y no será un yugo pesado que aplasta. Al contrario, lo recibimos para nuestra libertad. El apóstol Pablo, en la segunda lectura (Ga 5,1.13-18), lo dice claramente: «Para ser libres nos ha liberado Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud. Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (vv. 1.13). Y la libertad es, precisamente, poder seguir a Jesús en este viaje.
Los dos episodios recordados en el Evangelio de este domingo lo explicitan claramente. El primero está ambientado en un pueblo de samaritanos, una comunidad hostil a los judíos. Cuando dos discípulos van a pedir a los habitantes de aquel pueblo que alojen a Jesús, se encuentran ante un rechazo frontal. La reacción de los discípulos es igualmente frontal e implacable: "'Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?'. Pero, volviéndose, les reprendió" (vv. 54-55). También nosotros habríamos reaccionado como aquellos discípulos. Pero Jesús no está de acuerdo. El Evangelio es ajeno al modo de reaccionar del mundo; y siempre lo será, por suerte. ¡Ay de nosotros si tuviéramos que aplicar la conocida ley: "Ojo por ojo y diente por diente"! Estaríamos todos ciegos y sin dientes. Seguir el Evangelio quiere decir acoger a Jesús y a su espíritu en nuestra vida, ponernos tras de él sin reservas. La palabra "sígueme" es el nexo de unión entre las distintas escenas evangélicas. Y también debería unir nuestros días al Señor.
Seguir a Jesús, unirse a él, comporta no pocos desapegos, recortes y distanciamientos. Eso es lo que nos explican las paradojas del funeral del padre y del saludo a la familia, prohibidos para el discípulo. Jesús no quiere impedir actos de piedad y de humanidad. Quiere afirmar con claridad inequívoca la primacía absoluta del Evangelio sobre nuestra vida. Y no se trata de una pretensión del más fuerte. Él sabe perfectamente que no hay libertad fuera de él: o somos libres con él, o somos esclavos de los numerosos señores de este mundo. No hay alternativa. Y Jesús quiere que seamos libres. Por este gran don de la libertad está dispuesto a renunciar incluso a su propia vida. Esa es la razón última de la grave afirmación final: "Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios" (v. 62).

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.