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Memoria de los santos y de los profetas
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Memoria de los santos y de los profetas

Recuerdo del profeta Elías, que fue elevado al cielo y dejó su manto a Eliseo. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 20 de julio

Recuerdo del profeta Elías, que fue elevado al cielo y dejó su manto a Eliseo.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jeremías 1,1.4-10

Palabras de Jeremías, hijo de Jilquías, de los sacerdotes de Anatot, en la tierra de Benjamín, Entonces me fue dirigida la palabra de Yahveh en estos términos: Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía,
y antes que nacieses, te tenía consagrado:
yo profeta de las naciones te constituí. Yo dije: "¡Ah, Señor Yahveh! Mira que no sé expresarme, que soy un muchacho." Y me dijo Yahveh:
No digas: "Soy un muchacho",
pues adondequiera que yo te envíe irás,
y todo lo que te mande dirás. No les tengas miedo,
que contigo estoy yo para salvarte
- oráculo de Yahveh -. Entonces alargó Yahveh su mano y tocó mi boca. Y me dijo Yahveh:
Mira que he puesto mis palabras en tu boca. Desde hoy mismo te doy autoridad
sobre las gentes y sobre los reinos
para extirpar y destruir,
para perder y derrocar,
para reconstruir y plantar.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Dios llamó a Jeremías a ser profeta en un momento difícil de la historia de su pueblo. El texto manifiesta la predilección de Dios, que mira a Jeremías con amor desde el día de su nacimiento. No elije como profeta a un hombre ya preparado: Jeremías todavía es joven, no ha recibido una educación que le permita hablar en público, como debe hacer el profeta. Ve en eso una excusa perfecta para no aceptar el llamamiento, actitud que reafirma cuando comprende el alcance de la vocación a la que lo llama Dios, que le propone un horizonte tan inconcebible para él que lo hace temblar. Pero el Señor, que se toma en serio las motivaciones aducidas por Jeremías y el miedo que desprenden sus palabras, confirma su decisión de elegirlo como profeta, y lo tranquiliza prometiéndole que siempre lo ayudará: "No tengas miedo, que contigo estoy para protegerte". Dios mismo podrá en su boca las palabras que debe pronunciar. En realidad, lo que le pasa a Jeremías es lo mismo que le pasa a todo discípulo de Jesús, que es llamado a comunicar el Evangelio, no sus propias palabras o sus ideas, sino la Palabra del Señor incluso en los momentos más difíciles, como Jesús mismo dirá a los discípulos: "Cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis; será el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros" (Mt 10,19-20). Dios transforma nuestro corazón de piedra en un corazón de carne y hace que nuestra boca, que está cerrada, sea capaz de hablar. No debemos tener miedo. Evidentemente, para poder hablar con eficacia debemos dejar que el Señor toque nuestro corazón y nuestra boca, como hizo Jeremías. El discípulo está llamado ante todo a escuchar y a aceptar de buen grado el llamamiento de Dios, que se preocupará de poner su Palabra en nuestra boca. Y su Palabra será eficaz. Es fundamental la fe en el Evangelio y en su fuerza de cambio: "Te doy autoridad sobre las gentes y sobre los reinos para extirpar y arrasar, para destruir y derrocar, para reconstruir y plantar". Es la fuerza del Evangelio aceptado y predicado con fe, que cambia la historia de los hombres.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.