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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 31 de julio

Homilía

Estos domingos, en los que muchos de nosotros hemos salido de nuestra ciudad para ir de vacaciones, el Evangelio de Lucas, semanalmente, nos ha hecho emprender otro viaje, el de Jesús. Con él hemos atravesado ciudades y pueblos, hemos visto el elogio del centurión pagano que con pasión le suplica por la curación de su criado (no se trata de un hijo o un familiar, sino –de ahí la consoladora extrañeza– de un criado); inmediatamente después vimos la compasión de Jesús por la viuda que llevaba al cementerio a su único hijo, al que Jesús le devuelve la vida. Y también hemos visto la alabanza del amor de aquella conocida prostituta que no deja de besar y perfumar los pies de Jesús, para gran escándalo de todos.
Y finalmente llega el momento en el que Jesús confía a sus amigos que lo matarán, pero resucitará. Es el horizonte final que está presente ya al inicio de su camino hacia Jerusalén. Un horizonte marcado por el drama, pero Jesús no huye. En lugar de eso oímos que el evangelista dice que "se dirigió con paso firme" hacia la ciudad santa. Es el mismo camino que se indica a todos los discípulos: un camino de paz, pero también de lucha; un camino para derrotar a la soledad, para socorrer a aquellos que quedan abandonados medio muertos a lo largo del camino, para detenerse como María, la hermana de Marta y de Lázaro, a los pies de Jesús. El Señor nos hace ser hijos hasta el punto de que supera la tradición de piedad judía y nos permite llamar a Dios con el nombre de Padre. Recorramos, aunque sea de manera breve, los pasajes evangélicos de los últimos domingos: recordar significa amar y comprender la sabiduría que comporta seguir a Jesús. El Evangelio de este decimooctavo domingo nos coloca en los puntos fundamentales de la vida de cada día. Empieza con la pregunta de dos hermanos que le piden a Jesús que intervenga en una cuestión de herencia. ¡Cuántos parientes, frente a un testamento, se miran con hostilidad, y quieren pasar por encima del otro para quedarse la mejor parte! Jesús se niega a intervenir a ese nivel. Él no es maestro de reparticiones. Él interviene en los corazones y no en las herencias. El verdadero problema de aquellos dos hermanos no está en las cosas, sino en sus corazones llenos de avaricia. Jesús, dirigiéndose a todos, dice: "mirad y guardaos de toda codicia, porque aunque alguien posea abundantes riquezas, estas no le garantizan la vida". Es como decir que la tranquilidad no depende de los bienes, aunque sean abundantes. Jesús no quiere despreciar los bienes de la tierra; sabe que son útiles.
Pero quien basa su búsqueda de felicidad solo en los bienes, se equivoca gravemente; invierte erróneamente, y así lo ilustra la parábola siguiente. El protagonista es un rico propietario al que le han ido muy bien sus negocios. Debe incluso construir más torres para poner la ingente cosecha. El problema no está en la producción de riqueza, obviamente, sino en el comportamiento del propietario. Para él acumular bienes para sí mismo y como máximo para su familia equivale a la tranquilidad y a la felicidad. Sin embargo ha hecho unos cálculos absurdos, porque en sus previsiones ha pasado por alto lo más importante, la hora de la muerte. Ha pensado en sus días, pero no en el último. Y todos sabemos que el día de la muerte solo nos llevaremos con nosotros el amor y el bien que hemos hecho. Dice el apóstol Pablo en la carta a los Colosenses: "Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra" (3,2). Las cosas de arriba no son las abstractas, son el amor y las buenas obras que hacemos en la tierra. Estas son las verdaderas riquezas que no se consumirán ni pasarán. Los bienes de la tierra pueden ser útiles para el cielo si se someten al amor y a la compasión. Si nuestros bienes están a disposición de los pobres y los débiles, se convertirán en riqueza verdadera para el cielo. Se podría decir que dar los bienes a los pobres significa ponerlos en el banco al máximo interés. Aquel que acumula, no para sí mismo sino para los demás, se enriquece ante Dios, asegura Jesús. En nuestro mundo, donde acumular para uno mismo parece haberse convertido en la única verdadera regla de vida, este Evangelio suena a escándalo. En realidad es el camino más sabio para superar divisiones y choques, y para construir una vida más solidaria y más feliz.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.