ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 4 de agosto


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jeremías 31,31-34

He aquí que días vienen - oráculo de Yahveh - en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres, cuando les tomé de la mano para sacarles de Egipto; que ellos rompieron mi alianza, y yo hice estrago en ellos - oráculo de Yahveh -. Sino que esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días - oráculo de Yahveh -: pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo y el otro a su hermano, diciendo: "Conoced a Yahveh", pues todos ellos me conocerán del más chico al más grande - - oráculo de Yahveh - cuando perdone su culpa, y de su pecado no vuelva a acordarme.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jeremías había empezado su actividad profética porque Dios lo había llamado a desempeñar aquella misión. El Señor lo convirtió en mensajero de la deportación del pueblo a Babilonia, de una calamidad que debía comprenderse a la luz del designio de Dios y no según la lógica humana. Era una misión difícil, como la de cualquier profeta. Y aun así, indispensable. Dios llama al profeta –en realidad, a todo creyente– a no pensar en su propio futuro o en su propia realización sino a «reconstruir y plantar» (1,10) un nuevo pueblo. Y ahora llega el tiempo de la reconstrucción (31,28). El libro del Eclesiastés, sabiamente, advierte que «todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo» (3,1). El profeta sabe que los agricultores volverán a labrar los campos y que los rebaños pacerán tranquilamente. Pero sobre todo, el oráculo profético se centra en un hecho fundamental para la vida de los pueblos: "una nueva alianza" (v. 31). El Señor retoma con renovado compromiso la alianza del desierto, que estableció con los padres, para que se afianzara y fuera una señal para todos los pueblos del vínculo entre Dios y la creación. La alianza precedente quedó rota por las infidelidades del pueblo. Esta vez el mandamiento del amor no será una norma exterior, esculpida sobre tablas de la ley, sino que será una palabra grabada en el corazón, escrita no sobre piedra sino sellada en la carne. Es el compromiso de una alianza interior, en la que participan todos los creyentes y todo el pueblo. Solo así, con una nueva interioridad, se puede derrotar la fácil tentación de quedarse encerrado en uno mismo perdiendo la utopía de un mundo nuevo que el Señor, a través de su pueblo, quiere hacer realidad en todos los países. La alianza nueva no es una serie nueva de reglas y de preceptos. Más bien es un lazo profundo de amor entre Dios y su pueblo para hacer realidad su sueño por el mundo. Y el sueño está contenido en el doble mandamiento del amor que Jesús vino a hacer realidad con la nueva y eterna alianza. Dirá a los suyos: «De estos dos mandamientos (amor a Dios y amor al prójimo) penden toda la ley y los profetas» (Mt 22,40). El discípulo, "del más chico al más grande" (v. 34), está llamado a construir la civilización del amor, aquella alianza nueva que no excluye a nadie, que abraza a toda la humanidad, empezando por los pobres.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.