ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

XX del tiempo ordinario
Recuerdo de san Maximiliano Kolbe, sacerdote mártir del amor, que en el campo de concentración de Auschwitz aceptó morir para salvar la vida de otro hombre.
Leer más

Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 14 de agosto

Homilía

Hay una urgencia en la página evangélica de este domingo que el Señor quiere comunicarnos: la urgencia de anunciar a todos que el Reino de Dios está entre nosotros. Eso es lo que impulsó a Jesús desde el inicio de su predicación. Decía a la gente a la que encontraba: «Convertíos, porque el Reino de los Cielos ha llegado». Ese era el fundamento de su predicación y de su acción pastoral. Jesús traía a la Tierra el fuego del amor de Dios. No era una tontería, no era una propuesta, no era una nueva ideología. Era un fuego que quemaba en primer lugar dentro de su mismo corazón y que lo impulsaba a ir por «todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad» (Mt 9,35). Este fuego tiene un nombre: compasión. Lo escribe Mateo en el versículo siguiente: "Al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban cansados y abatidos como ovejas que no tienen pastor" (Mt 9,36). La compasión de Jesús es un deseo vehemente, casi angustioso, que no puede guardarse para él mismo. Tanto es así que suspira: «¡Cuánto desearía que hubiera ya prendido!». Por desgracia esta urgencia que impulsaba a Jesús hoy muchas veces se frena, se diluye e incluso se apaga. Se diluye por el clima de violencia que parece dominar en el mundo, tanto en Oriente como en Occidente; queda truncada por las numerosas guerras que en muchos países del mundo continúan generando tristeza y muerte; a veces la frenan los mismos discípulos cuando desoyen la invitación del Señor y siguen sus urgencias, o bien se dejan arrastrar por sus propios intereses, por sus costumbres, por sus preocupaciones. Fácilmente nos resignamos ante el presente, nos cerramos en nuestro pequeño mundo y dejamos que prevalezca una amarga resignación. Muchas veces oímos decir: ¡no se puede hacer nada! ¡El mundo siempre ha sido así! ¡Ya soy adulto y no puedo cambiar! Y cosas similares. Pero el Señor vuelve, una vez más, entre nosotros y repite: «He venido a arrojar un fuego sobre la Tierra y ¡cuánto desearía que ya hubiera prendido!». Sí, dejemos que esta pasión nos envuelva, dejemos que este fuego nos queme, y descubriremos inmediatamente la mezquindad de nuestras pasiones y la avaricia de nuestros corazones. Por desgracia, el único fuego que quema en nosotros es el fuego fatuo del amor por nosotros mismos, que los Padres denominaban "filautía". El amor de Jesús es de otra naturaleza. Es un amor suave y desconcertante, hace que nos olvidemos de nosotros mismos y que prevalezca el interés por los pobres. Para explicarlo, sin medias tintas, Jesús dice: «¿Creéis que estoy aquí para poner paz en la Tierra? No, os lo aseguro, sino división…». Difícilmente nosotros habríamos puesto estas palabras en boca de Jesús. Pero el Evangelio es diferente de nuestro modo de pensar. Las palabras de Jesús que afirman más la espada que la paz significan que no ha venido a defender nuestro egocentrismo, sino el amor por los demás. Jesús, efectivamente, no vino a defender la tranquilidad avara del rico que ni siquiera veía al pobre Lázaro hambriento frente a su puerta; no vino a defender el egocentrismo del sacerdote y del levita que, aun viendo al hombre medio muerto en medio del camino, pasan de largo. Eso no es paz, sino avaricia, mezquindad, insensibilidad, pecado. La paz no es posible sin un amor fuerte y apasionado. De hecho, Jesús, solo tras haber vivido el drama de la pasión, que fue lo contrario de la paz y la tranquilidad, dijo a los discípulos: «Os dejo la paz, mi paz os doy». La paz del Señor no se coloca en el plano de un intimismo tranquilizador. La paz evangélica consiste en unir nuestro corazón al de Dios. Sí, la paz es la pasión que impulsa a dar la vida por los demás. En ese sentido la paz divide. La paz dividió, de algún modo, la vida de Jesús cuando, siendo apenas un chiquillo, dejó a su madre y a su padre para estar en el Templo: «¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?», les contestó a sus padres que, angustiados, lo reprendían «justamente»; lo dividió de Nazaret para ir al desierto de Juan el Bautista; lo dividió de los discípulos de Cafarnaúm en el discurso del pan, cuando dirigiéndose a los Doce dijo: «¿También vosotros queréis marcharos?»; lo dividió de Pedro cuando quería alejarlo de su camino: «¡Quítate de mi vista, Satanás!»; lo dividió de los escribas y los fariseos… El Evangelio lo dividió del amor por sí mismo en la agonía de Getsemaní: «No sea como yo quiero, sino como quieres tú». Jesús enseña que la paz viene cuando escuchamos al Padre. Para nosotros la paz viene cuando seguimos el Evangelio. Nos lo enseñan los innumerables mártires del siglo XX y los del inicio de este milenio. Contemplándolos podemos aplicarnos también a nosotros las palabras de la Epístola a los Hebreos: «Teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con constancia la carrera que se nos propone, fijos los ojos en Jesús» (12,1). Todos estos han acogido en su corazón el fuego del amor de Dios que los dividió de su vida terrenal. Los mártires nos recuerdan que el amor evangélico es dar la vida por el Señor y por los demás. Sí, el Evangelio contiene un heroísmo. Y tenemos que descubrirlo. De ese modo es como un fuego que quema. Se trata de una especie de ley bíblica. Eso es lo que le pasó al profeta Jeremías que fue encarcelado para que no molestara con su palabra la avara tranquilidad de los israelitas. El Señor vino a darnos el fuego del amor. Si lo dejamos arder en nuestro corazón, el mundo cambiará. Y su calor nos permite ver el tiempo nuevo de Dios.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.