ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 2 de septiembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primera Corintios 4,1-5

Por tanto, que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles. Aunque a mí lo que menos me importa es ser juzgado por vosotros o por un tribunal humano. ¡Ni siquiera me juzgo a mí mismo! Cierto que mi conciencia nada me reprocha; mas no por eso quedo justificado. Mi juez es el Señor. Así que, no juzguéis nada antes de tiempo hasta que venga el Señor. El iluminará los secretos de las tinieblas y pondrá de manifiesto los designios de los corazones. Entonces recibirá cada cual del Señor la alabanza que le corresponda.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El apóstol Pablo, en este pasaje de la Epístola, quiere defender su obra apostólica reaccionando a algunos juicios poco favorables que algunos habían emitido para justificar las divisiones que se habían insinuado en la comunidad. Y advierte que el ministerio apostólico –evidentemente no solo el suyo sino también el de todo aquel que tenga responsabilidades pastorales– se basa únicamente en la pertenencia a Cristo y en la fidelidad a la misión recibida. Esa convicción hace que no se sienta dueño de la vida de la comunidad, sino únicamente "servidor de Cristo y administrador de los misterios de Dios". El apóstol se sitúa en la posición de aquel que ha sido llamado a administrar las cosas de Dios, no las suyas. Además, añade que su conciencia no le reprocha nada. De todos modos, tampoco eso sería suficiente, porque "mi juez es el Señor!". Cuando Él venga –a su "día", Pablo le contrapone el tribunal humano– dictará juicio "conforme a la verdad" (Rm 2,2) y revelará "las intenciones de los corazones", es decir, las ideas ocultas. Solo entonces el justo será reconocido como tal y recibirá alabanzas y recompensa de Dios. Por eso el apóstol previene a los cristianos de juzgar los frutos del ministerio con los parámetros de la cultura dominante. La fidelidad al Evangelio es cuestión de integridad interior, no de frutos visibles según una lógica mundana. Nadie –insiste el apóstol– puede erigirse en juez de sí mismo; solo el Señor puede juzgar los corazones.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.