ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

XXVIII del tiempo ordinario
Recuerdo del patriarca Abrahán. En la fe partió hacia una tierra que no conocía, una tierra que Dios le había prometido. Por esta fe es llamado padre de los creyentes, hebreos, cristianos y musulmanes.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 9 de octubre

Homilía

«La Palabra de Dios no está encadenada.» Lo dice Pablo dictando la carta a Timoteo mientras lleva las cadenas de la cárcel (2 Tm 2,9). Y añade: «Por esto todo lo soporto por los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación». Estas sufridas palabras del apóstol nos indican la libertad y la fuerza de la santa Escritura que cada domingo se nos anuncia; en ese sentido la Palabra de Dios es realmente un don precioso del Señor. Los acontecimientos más o menos tristes que vivimos personalmente o que vemos en el mundo que nos rodea no pueden ahogar el Evangelio, del mismo modo que tampoco las cadenas pudieron detener al apóstol Pablo en su ministerio de predicación. Cada domingo, tanto si participamos en la Liturgia como si no asistimos, el Evangelio vuelve a hablar a la vida de los hombres. Se podría decir que, a diferencia de Pablo, obligado a "llevar cadenas como un malhechor" a causa del Evangelio, nosotros nos encadenamos a nosotros mismos para no escuchar aquella única palabra que puede salvarnos. El mismo Evangelio de este domingo (Lucas 17,11-19) nos muestra el poder de la palabra.
Jesús está en territorio de Jezreel, entre Galilea y Samaría. Al entrar en un pueblo, salen a su encuentro diez leprosos (era fácil verles cerca de lugares habitados). Se detuvieron a una distancia, tal como estaba previsto en la ley, y le gritaron: "Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros" (v. 13). Jesús no los evita, como suelen hacer todos, sino que incluso se pone a hablar con ellos. Al final los despide: "Id y presentaos a los sacerdotes" (v. 14). No los cura de inmediato como otras veces (Lc 5,12-16); tampoco los toca con sus manos, sino que los envía a los sacerdotes, pidiéndoles así un acto de fe. Los diez leprosos obedecen inmediatamente y se encaminan hacia los sacerdotes. El evangelista indica que durante el camino "quedan limpios"; podríamos decir que se dan cuenta de que quedan curados. Todo eso tiene un significado: la curación, el milagro, no es un hecho prodigioso que pasa de manera imprevista como si fuera magia. Podemos comparar la primera parte de la escena evangélica a los primeros pasos de toda conversión y de la misma vida del discípulo. La conversión, efectivamente, nace siempre de un grito, de una oración, como la de los diez leprosos. También en la liturgia de cada domingo, repetimos al empezar: "Señor, ten piedad". La curación ahonda sus raíces cuando reconocemos nuestra enfermedad, nuestra necesidad de ayuda, de protección, de apoyo.
El Señor, a diferencia de los hombres, que a menudo están distraídos frente al grito de ayuda, escucha y se detiene. Y no solo eso. Responde de inmediato. Tal como hemos oído en boca del apóstol, la palabra de Dios nunca está encadenada: habla con libertad y con fuerza, siempre. El problema, en todo caso, viene de nosotros; somos nosotros, los que no escuchamos, bien porque no confiamos, bien porque estamos llenos de nuestras palabras. Este domingo se nos pide que escuchemos la palabra evangélica y que depositemos nuestra confianza en ella, como hicieron los diez leprosos. Por la palabra de Jesús, emprendieron el camino en dirección a los sacerdotes y, justo cuando estaban empezando su camino, todos quedaron sanos. Eso indica que la curación empieza cuando obedecemos al Evangelio, y no a nosotros mismos o a nuestras costumbres mundanas. En ese sentido nuestro camino espiritual nos llevará a la curación, en el corazón y en el cuerpo, en la medida en la que se rija por la escucha del Evangelio. Algo similar les sucede a los dos discípulos de Emaús: quedaron curados de su enfermedad (la profunda tristeza de su corazón) mientras iban de camino y escuchaban a Jesús hablar.
El texto evangélico de este domingo, tras haber indicado que los diez leprosos quedaron sanos, añade que solo uno vuelve atrás "glorificando a Dios en alta voz"; y al llegar cerca de Jesús se postra "rostro en tierra a los pies de Jesús" y le da las gracias (v. 16). El evangelista quiere subrayar con este gesto el siguiente paso a la conversión: reconocer a Jesús y confiarle la vida. La curación total, en efecto, afecta también al corazón. Podríamos decir que el décimo leproso no queda solo "curado" sino también "salvado". Los otros nueve, todos judíos, tal vez consideraban la curación como algo obligado, por el hecho de ser hijos de Abrahán. El décimo, un samaritano, un extranjero, sintió la curación como una gracia, como un don no merecido, que exigía devolver amor a cambio. Él es un ejemplo para cada uno de nosotros, para que acojamos la conmoción gratuita de Dios sobre nuestra vida y le demos gracias por haberse inclinado sobre nosotros.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.