ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

XXIX del tiempo ordinario
Recuerdo de la deportación de los judíos de Roma durante la Segunda Guerra Mundial.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 16 de octubre

Homilía

Nos acercamos a la conclusión del año litúrgico. Ha sido un tiempo en el que, de domingo en domingo, hemos ido entrando en la contemplación del misterio de Jesús. Nuestras semanas, nuestros días, es como si hubieran sido fermentados por la levadura de la Palabra de Dios. También este domingo recibimos este don que entra hasta lo más profundo de la vida de nuestros días. Es la breve parábola de la viuda insistente, una situación típica, y no solo en las costumbres jurídicas del Antiguo Testamento. También hoy, a menudo, los poderosos se valen de caballos jurídicos para quitar a los pobres indefensos lo poco que tienen. El juez retomando la parábola evangélica debería, con imparcialidad y rapidez, defender a aquella pobre mujer. Pero el magistrado hace exactamente lo contrario: «Había en una ciudad un juez que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres» (Lc 18,2). De algún modo, representa la arrogancia del poder, que vemos con frecuencia en la historia de los hombres. Ya el profeta Isaías la había denunciado: "¡Ay! de los que decretan decretos inicuos, y los escribientes que escriben vejaciones, excluyendo del juicio a los débiles, atropellando el derecho de los míseros de mi pueblo, haciendo de las viudas su botín, y despojando a los huérfanos" (Is 10,1-2).
Aquí empieza la historia que explica la parábola: ¿qué hará la pobre viuda en esta situación de evidente injusticia? Por otra parte, en el mundo judío, mujeres como aquella eran el símbolo de la debilidad y estaban expuestas a todo tipo de abusos. Dios mismo se hace su defensor; efectivamente, es invocado con el título de "tutor de viudas", carentes de la tutela del marido (Sal 68,6). Aquella mujer, de todos modos, no se resignó a la injusticia, como solían hacer todas. Era una víctima, sin duda, pero no estaba en absoluto resignada. Se dirigía al juez con insistencia para reclamar su justa recompensa. No lo hizo una sola vez, sino muchas; con tenacidad no se cansaba de reclamar lo que era justo, hasta que el juez decidió considerar su caso. "Se dijo a sí mismo: 'Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que deje de una vez de importunarme'" (vv. 4-5). Así termina la parábola. Las breves conclusiones que da Jesús son importantes. Inicialmente parecen algo desconcertantes, porque ponen al mismo nivel al juez de la parábola y a Dios. Se trata de una paradoja utilizada otras veces en los evangelios, para borrar toda duda de nuestra mente: "Ya oís lo que dijo el juez injusto. ¿No hará entonces Dios justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche? ¿Les hará esperar? Os digo que les hará justicia pronto" (vv. 7-8). Sí, Dios no nos hará esperar mucho, hará justicia pronto (alguien lo traduce como "de repente", "cuando menos lo esperas"), si le dirigimos nuestra oración con insistencia. En efecto, los creyentes tienen una fuerza increíble en la oración, una energía que es capaz de cambiar el mundo. Todos somos, tal vez, como aquella pobre viuda, débil, sin poderes especiales; pero aquella debilidad, en la oración insistente, se convierte en una fuerza poderosa; precisamente, como le sucedió a aquella viuda, que logró superar la dureza del juez.
Por desgracia, nos cuesta poco caer en la desconfianza y en la incredulidad, dejarnos absorber por las cosas de este mundo, por nuestras ansias, por nuestras seguridades, y olvidar la oración. La primera lectura de la Liturgia trata del libro del Éxodo (17, 8-13) es un ejemplo increíble de la "fuerza débil" de la oración. La Escritura nos presenta a la figura de Moisés con las manos alzadas hacia el cielo, mientras Israel se enfrenta en una batalla contra Amalec en la llanura de Refidín. Moisés personifica a todo el pueblo en oración. Cuando él reza, el pueblo de Israel vence, pero en cuanto baja las manos, prevalece el enemigo. Aarón y Jur intervienen, uno por una parte y el otro, por la otra, para sostenerle las manos hasta el momento de la victoria final. En la oración constante, nosotros, los creyentes, podemos encontrar el fundamento para construir nuestra vida y para edificar la ciudad de los hombres, en la seguridad de cuanto afirma el salmo 127: "Si el Señor no construye la casa, en vano se afanan los albañiles" (v. 1).

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.