ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 23 de octubre

Homilía

"La oración del humilde atraviesa las nubes, hasta que no llega a su término, él no se consuela". Estas palabras del libro del Eclesiástico (35,17) nos colocan en continuidad con cuanto oímos el domingo pasado. La Palabra de Dios nos introduce en el horizonte de la oración. Pero la actitud que debe tener el hombre en la oración ya no es la insistencia al dirigirse a Dios, como en el episodio de la pobre viuda. El evangelista Lucas (18,9-14) empieza la narración de la conocidísima parábola del fariseo y del publicano que van al templo, con una premisa que presenta su motivo: "A algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás les dijo esta parábola". Se trata en realidad de una situación en la que podemos caer todos. Cada uno de nosotros, en el fondo, tiene una buena consideración de sí mismo, que va acompañada de un sentido más bien crítico hacia los demás. Y creo que es oportuno subrayarlo en nuestros días, porque se ha hecho incluso demasiado fácil apuntar con el dedo a los demás, sin mirarse a uno mismo. Las deformaciones y las desviaciones se producen porque el entorno a menudo las permite y las tolera. No hay duda de que todos somos responsables del decaimiento de la tensión moral, aunque en distinta medida, por lo que es difícil abstraerse de ella.
Por eso la parábola de este domingo es realmente actual: son muchos los que se sienten más justos que los demás; podríamos decir que el "templo" de este mundo está lleno de gente que "se tiene por justa y desprecia a los demás". El fariseo, que está de pie delante del altar y da gracias a Dios por la vida buena que lleva, no está solo, sino rodeado por la mayoría. El fariseo alardea de cosas que la mayoría difícilmente puede presentar. En efecto, tiene algo ejemplar: que vaya al Templo ya es algo bueno; también es de destacar que no se esconda a un lado y no se ponga en el fondo cerca de la puerta, como sucedía y sucede todavía en muchas de nuestras iglesias. Además, lo que dice el fariseo es cierto: no es un ladrón, no se mete en líos, no engaña a su esposa y es distinto de aquel publicano que se ha quedado en el fondo. Y también ayuna dos veces por semana y hace sus ofrendas. No es poco; no todo el mundo lo hace. Por eso tiene sentido que dé gracias a Dios. En definitiva, parece tenerlo todo controlado. En cuanto al publicano, se puede decir lo mismo, aunque en un sentido totalmente contrario. Que se quede en el fondo del Templo no es un gesto muy ejemplar; y si no tiene el ánimo de alzar los ojos al cielo, seguro que tiene sus motivos. Si se golpea el pecho, lo hace por algo. Se llama pecador y lo es de verdad. En definitiva, no es una persona a la que podamos definir como "buena". Pero lo sabe y está arrepentido. Y ese es precisamente el motivo que invierte el juicio de la parábola. Jesús dice claramente que ante Dios no importan las obras que uno pueda acumular, sino más bien la actitud de su corazón.
Esta parábola es sin duda una lección sobre la oración, pero aún más es una lección sobre la actitud que hay que tener frente a Dios. El pecado del fariseo no está en el plano de las prácticas religiosas (las observa todas escrupulosamente), sino en el plano de la presunción, de la autosuficiencia, de la avaricia y de la maldad, que le hacen juzgar con desprecio al publicano pecador. Es evidente que es un pecador por cómo juzga al publicano: sin piedad. El fariseo sube al Templo no para pedir ayuda o para invocar el perdón; al contrario, se siente capaz de hacer él mismo sus ofrendas a Dios. Tiene un corazón lleno de sí mismo.
El publicano, aun habiendo alcanzado un notable bienestar en su vida, por el contrario, se siente necesitado. Sube al templo no con las manos llenas sino vacías, no para ofrecer sino para pedir. Su actitud ante Dios es la de un mendigo que extiende la mano (aprovechamos para recordar que los mendigos ante las iglesias indican nuestra situación ante Dios, como escribe san Agustín). Para el evangelista, el publicano es el prototipo del verdadero creyente: no confía en él mismo ni en sus obras, aunque sean buenas, sino únicamente en Dios. Una vez más, vemos la paradoja evangélica: "Todo el que se ensalce será humillado; y el que se humille será ensalzado" (v. 14). También está escrito: "El que es pobre busca al Señor", no el que se siente justo. Es una gran verdad y una gran sabiduría que el Evangelio hoy propone a nuestra reflexión.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.