ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias

Memoria de la Iglesia

Recuerdo del histórico encuentro de Asís (1986) en el que Juan Pablo II invitó a representantes de todas las confesiones cristianas y de las grandes religiones mundiales a rezar por la paz. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 27 de octubre

Recuerdo del histórico encuentro de Asís (1986) en el que Juan Pablo II invitó a representantes de todas las confesiones cristianas y de las grandes religiones mundiales a rezar por la paz.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Efesios 6,10-20

Por lo demás, fortaleceos en el Señor y en la fuerza de su poder. Revestíos de las armas de Dios para poder resistir a las acechanzas del Diablo. Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas. Por eso, tomad las armas de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y después de haber vencido todo, manteneros firmes. ¡En pie!, pues; ceñida vuestra cintura con la Verdad y revestidos de la Justicia como coraza, calzados los pies con el Celo por el Evangelio de la paz, embrazando siempre el escudo de la Fe, para que podáis apagar con él todos los encendidos dardos del Maligno. Tomad, también, el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios; siempre en oración y súplica, orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia e intercediendo por todos los santos, y también por mí, para que me sea dada la Palabra al abrir mi boca y pueda dar a conocer con valentía el Misterio del Evangelio, del cual soy embajador entre cadenas, y pueda hablar de él valientemente como conviene.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Pablo, al finalizar la Epístola, se dirige una vez más a todos los cristianos de Éfeso y les dice que la vida cristiana es combate. Es cierto que el Resucitado derrotó definitivamente el mal y la muerte. Pero en el tiempo presente los cristianos, junto a Cristo, deben continuar combatiendo a un enemigo ya derrotado aunque no totalmente abatido. Estamos llamados a llegar a la victoria del amor sobre el odio, de la comunión sobre la división. Pablo recuerda que el diablo actúa mediante las potencias del mal que, aunque ya fueron derrotadas por Cristo, todavía siguen activas en nuestro viejo mundo. Es un combate difícil y duro porque es contra potencias amenazadoras e insidiosas: es el rostro plural del mal que se manifiesta de muchas maneras, en muchos acontecimientos, en muchas situaciones históricas. Pablo habla de los "dominadores de este mundo tenebroso" y de los "espíritus del mal que están en el aire", fuerzas que dominan a los hombres de manera sutil pero fuerte. Por eso es necesario tomar "las armas de Dios", es decir, luchar a la manera de Dios y con las armas que provienen de él. El apóstol exhorta a ceñirse la cintura con la verdad, es decir, a tener un conocimiento fuerte del Evangelio, y a ir "revestidos de la justicia como coraza", es decir, a acoger la justificación de Dios. La descripción continúa con la imagen del calzado militar que hay que llevar para estar a punto para la marcha, para ponerse en camino y comunicar a todos el Evangelio de la paz, el que Jesús obtuvo en la cruz y que se hace realidad en la reconciliación entre todos. El escudo que protege el cuerpo entero del soldado es la fe en el Señor, tal como está escrito: «El Señor es mi fuerza y mi escudo, en él confía mi corazón» (Sal 28,7). El yelmo significa la certeza de la salvación. Por último, el cristiano recibe de Dios la espada del Espíritu, es decir, la Palabra de Dios, que tiene poder de juicio, eficacia penetrante, fuerza creativa y capacidad destructiva. Es la verdadera fuerza del creyente. Es justo pensar en la "Palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra salvación" (1,13) que obra eficazmente no solo en un combate que ayuda a vencer al enemigo, sino que también sabe instaurar, con la fuerza del amor, el Reino de Dios entre los hombres. También la oración forma parte del combate contra el mal, sobre todo la oración insistente. Es una constatación que recorre toda la Escritura, desde Abrahán que intercede para salvar a Sodoma de la destrucción hasta las oraciones para derrotar al enemigo. Es urgente que nosotros y todas las comunidades cristianas recuperemos la fuerza histórica, salvadora de la oración. La oración, si se eleva a Dios con confianza, siempre surte efecto, como recordó varias veces Jesús. Pablo habla de "oración y súplica" para subrayar la indispensable perseverancia. La oración por los "santos", la oración para sostener y defender la vida de la comunidad, hace que estemos vigilantes y da fuerza a la comunicación del Evangelio. Pablo también pide oraciones por él, para que "me sea dada la palabra al abrir mi boca", es decir para que pueda comunicar el "misterio del Evangelio", la grandeza del amor de Dios por nosotros. La epístola termina con el deseo de bendición: paz y gracia, que provienen de Dios Padre y del Señor Jesucristo. El saludo final es amplio y solemne: vincula la "paz" al "amor"; no hay una sin la otra. También hoy la fuerza de los cristianos se basa en esas dos dimensiones.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.