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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 30 de octubre

Homilía

El pasaje evangélico que hemos escuchado nos hace entrar en la ciudad de Jericó junto a Jesús. No se trata de un camino distraído y apresurado, como sucedía normalmente en aquella pequeña ciudad de frontera, o como sucede en la convulsa vida diaria de nuestras ciudades, donde a veces solo nos detenemos en los atascos. Aunque la meta es Jerusalén, Jesús camina para encontrarse con la gente, para ayudar a quien lo necesita, para curar a quien está enfermo y para dar consuelo a quien está afligido. Él camina por las calles de la ciudad, pero en realidad quiere recorrer los caminos de nuestro corazón, los más íntimos, que a veces mantenemos escondidos incluso a quien tenemos más cerca. Jericó, una de las ciudades más antiguas del mundo, era un floreciente oasis rodeado por el desierto, y su proximidad a los pasos del Jordán la había convertido en un importante centro aduanero. Allí vivía un jefe de los publicanos llamado Zaqueo. Era un empresario privado al que tal vez las autoridades públicas le habían encargado controlar toda la actividad recaudatoria de la zona. Ese trabajo probablemente le había permitido ingresar cuantiosas sumas y tal vez con métodos no precisamente claros. Podríamos comparar a Zaqueo, un notable de la pequeña ciudad de Jericó, con aquel juez rico y deshonesto del que habla el evangelista en el capítulo 18, tal vez más pecador que este.
Zaqueo, al que el entusiasmo de la muchedumbre le había despertado la curiosidad, también quiere ver a Jesús que pasa por la ciudad. Pero, como era de poca estatura, la muchedumbre no le dejaba verlo. Quizás no se hablaba solo de la estatura física. La muchedumbre, o mejor dicho, el clima convulso y confuso de la ciudad, no deja ver a Jesús. Y Zaqueo no está por encima de aquella muchedumbre, del mismo modo que ninguno de nosotros está por encima o protegido de la mentalidad común de la mayoría. Todos estamos demasiado en el suelo, demasiado preocupados por nosotros mismos, por nuestras cosas, como para poder ver a Jesús pasar. Tampoco basta ponerse de puntillas y quedarse donde uno está. Zaqueo tuvo que correr hacia delante, salir de la muchedumbre y subir a un árbol. Y la muchedumbre no es solo la que está fuera de nosotros; muchas veces nuestro corazón está atestado de pensamientos y preocupaciones que no nos dejan salir de nosotros mismos, sino que nos mantienen sometidos y esclavos de nuestro yo. Sí, hay una muchedumbre en el corazón de cada uno de nosotros y tenemos que salir de esa muchedumbre. Y el árbol al que subir puede ser un amigo, un sacerdote, momentos de reflexión que tenemos que buscar, o la misma comunidad cristiana. Todos pueden ser una ayuda para salir del atolladero en el que a menudo nos metemos solos.
Cuando Jesús pasó por allí, miró hacia arriba y vio a Zaqueo. Le dijo: "Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me quede yo en tu casa" (v. 5). Imaginemos el estupor y el aprieto de aquel notable que casi hace el ridículo para ver a Jesús. Aquella vez no se repitió la escena del hombre rico que se fue triste. Zaqueo, por el contrario, "se apresuró a bajar y le recibió con alegría" (v. 6). El Evangelio tiene prisa; tiene prisa para que el mundo cambie; tiene prisa para que cada uno de nosotros viva mejor; tiene prisa para que la felicidad llegue a más gente; tiene prisa para que los débiles y los enfermos sean ayudados. Y si alguien dice: "Cambiar es difícil", o bien: "Es prácticamente imposible cambiar la vida a nuestro alrededor", Zaqueo nos da un ejemplo. Después de encontrarse con Jesús, cambia su actitud y dice: "Daré la mitad de mis bienes a los pobres" (v. 8). Es una decisión muy realista; no dice "lo doy todo", sino "doy la mitad de mis bienes"; es decir, pone una medida y la respeta. Podríamos decir que indica el camino del realismo cuando valora su situación y decide empezar desde allí para cambiarla. También nosotros, gente corriente, podemos encontrar nuestra medida concreta y observarla. De ese modo puede entrar la salvación en nuestra vida.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.