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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 6 de noviembre

Homilía

Tras la fiesta de los santos y el recuerdo de todos aquellos que han muerto (se trata de dos aspectos de la misma conmemoración), la Liturgia de este domingo insiste una vez más en el misterio de la vida más allá de la muerte. No hay duda de que la pregunta por el más allá es una de las cuestiones que recorre e invade toda la historia humana. Los saduceos, un movimiento religioso de intelectuales, había resuelto el problema negando la realidad de la resurrección de los muertos. Además, sobre este tema el Antiguo Testamento no alcanzó una certeza hasta que hubo pasado mucho tiempo (se verá claro en el libro de los Macabeos, como leemos en la primera lectura). El episodio evangélico (Lc 20,27-38) refiere la discusión en la que los saduceos intentan demostrar a Jesús que la fe en la resurrección de los muertos, que también compartían los fariseos, es inaceptable porque lleva a consecuencias ridículas. Y plantean el hipotético caso de una mujer que, según la ley del levirato establecida por Moisés, tuvo que casarse sucesivamente con siete hermanos, que murieron uno tras otro, sin que ninguno le hubiera dado un hijo. Al final muere también la mujer. «¿De cuál de ellos será mujer en la resurrección?», preguntan los saduceos a Jesús (cfr. v. 33). Es evidente el sentido del ridículo que habría provocado una eventual respuesta de Jesús.
Hoy, nosotros no hacemos ese tipo de preguntas; somos un poco más precavidos. En el mejor de los casos preferimos callar sobre lo que no vemos o no conocemos. El filósofo Wittgenstein, como si recogiera todas estas perplejidades, sugirió un sabio principio: «De lo que no se puede hablar, hay que callar». En otras palabras: de la vida más allá de la muerte, de si existe o no, de cómo es o no es, será mejor que los hombres hablen cuanto menos posible, pues nadie ha tenido experiencia directa de ella. Creo que los cristianos, aunque no estemos de acuerdo con este filósofo, desconfiamos de aquellas visiones fáciles que se reivindican por doquier. Si hablamos de la vida más allá de la muerte, no lo hacemos basándonos en nuestra propia experiencia, más o menos fantasiosa, sino únicamente en la palabra de Dios. Esta palabra, "que en el principio estaba junto a Dios" (Jn 1,1) y que vino a poner su morada entre nosotros, abre los ojos de nuestra mente y aparta de nuestro corazón el velo que nos separa de la eternidad. Es obvio que en la medida en la que la "palabra" se acerca a los hombres asume una forma comprensible, para que podamos al menos en parte entrever el misterio que esconde.
El apóstol Pablo escribe: «Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara» (1 Co 13,12). Si tuviera que encontrar un ejemplo para intentar expresar la relación entre nuestro mundo y el eterno, tomaría la vida del niño dentro del seno de la madre y su vida cuando sale del seno materno. ¿Qué puede comprender el niño, mientras está en el seno materno, de la vida de fuera? Casi nada. Igualmente, ¿qué podemos decir nosotros de la vida más allá de la muerte? Nada, si la Palabra de Dios no viene a nosotros. Pues bien, en la respuesta a los saduceos, Jesús aparta un poco el velo: "Los hijos de este mundo toman mujer o marido; pero los que alcancen a ser dignos de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, ni pueden ya morir, porque son como ángeles, y son hijos de Dios por ser hijos de la resurrección" (vv. 34-36).
Las características del mundo de los resucitados son opuestas a las del mundo actual, porque con la resurrección la vida continúa, no tiene ni inicio ni fin, ya no necesita el matrimonio en vistas a la procreación, del mismo modo que ya no es posible morir. Es una vida llena de comunión cariñosa con Dios y entre nosotros, sin lágrimas, amarguras ni preocupaciones. Pero la oposición entre los «hijos de este mundo» y «los hijos de la resurrección» no es solo para el más allá de la muerte; si somos hijos de la resurrección ya ahora, la oposición se hace realidad ya en nuestro tiempo; no es más que la diversidad entre el mundo y el evangelio, entre la vida según la Palabra de Dios y la vida según nuestras mezquinas tradiciones. En palabras simples, podríamos decir que el paraíso empieza ya en esta Tierra, cuando intentamos vivir según el Evangelio. La "Palabra de Dios" es la levadura buena que fermenta la pasta de nuestra vida, es la semilla de inmortalidad y de incorruptibilidad puesta en la pequeña tierra de nuestro corazón. Depende de nosotros, ya ahora, acoger la levadura y dejarla fermentar, acoger la semilla y dejarla crecer. Así empieza el paraíso ya ahora. Por el contrario, si favorecemos la ausencia o, aún peor, el rechazo del Evangelio, construiremos con nuestras manos el infierno para nosotros y para los demás. Allí donde prende el Evangelio y despunta un signo de amor, por pequeño que sea, surge la vida que no termina. Por eso, en la profesión de fe, decimos "creo en la vida eterna", es decir, la vida que no termina, y no "creo en el más allá". El paraíso, podemos vivirlo ya hoy.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.