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Memoria de la Madre del Señor
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Memoria de la Madre del Señor

Recuerdo de la dedicación de la basílica de Santa María in Trastevere. En esta iglesia reza cada tarde la Comunidad de Sant'Egidio. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 15 de noviembre

Recuerdo de la dedicación de la basílica de Santa María in Trastevere. En esta iglesia reza cada tarde la Comunidad de Sant'Egidio.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Apocalipsis 3,1-6.14-22

Al Ángel de la Iglesia de Sardes escribe: Esto dice el que tiene los siete Espíritus de Dios y las siete estrellas. Conozco tu conducta; tienes nombre como de quien vive, pero estás muerto. Ponte en vela, reanima lo que te queda y está a punto de morir. Pues no he encontrado tus obras llenas a los ojos de mi Dios. Acuérdate, por tanto, de cómo recibiste y oíste mi Palabra: guárdala y arrepiéntete. Porque, si no estás en vela, vendré como ladrón, y no sabrás a qué hora vendré sobre ti. Tienes no obstante en Sardes unos pocos que no han manchado sus vestidos. Ellos andarán conmigo vestidos de blanco; porque lo merecen. El vencedor será así revestido de blancas vestiduras y no borraré su nombre del libro de la vida, sino que me declararé por él delante de mi Padre y de sus Ángeles. El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias. Al Ángel de la Iglesia de Laodicea escribe: Así habla el Amén, el Testigo fiel y veraz, el Principio de la creación de Dios. Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca. Tú dices: «Soy rico; me he enriquecido; nada me falta». Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo. Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas, vestidos blancos para que te cubras, y no quede al descubierto la vergüenza de tu desnudez, y un colirio para que te des en los ojos y recobres la vista. Yo a los que amo, los reprendo y corrijo. Sé, pues, ferviente y arrepiéntete. Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo. Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono. El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Esta página del Apocalipsis combina dos cartas: la carta a la Iglesia de Sardes y la carta a la Iglesia de Laodicea. Cristo, presentado como Aquel que posee "la plenitud del Espíritu", hace un durísimo juicio sobre la Iglesia de Sardes, una Iglesia que es solo apariencia. Cree estar viva, pero está a punto de morir, pues es indiferente y fría. Sin el amor y sin la misericordia, cualquier comunidad cristiana muere. No es la organización ni las obras, lo que salva, sino únicamente la fe que lleva a confiar solo en el Señor. El apóstol pide a la comunidad que acoja la Palabra para que sea la base de la vida de cada día. Toda comunidad está llamada a despertar de su torpor para ponerse a escuchar con vigor el Evangelio y para comunicarlo al mundo. Aquellos pocos a los que se dirige el apóstol para que devuelvan la vida a la comunidad pueden ser personas concretas pero también aquella parte de cada uno de nosotros que sabe que puede confiar en el Señor. Todos debemos "revestirnos de blancas vestiduras", es decir, dejarnos guiar por el Evangelio. Lo necesitamos nosotros y lo necesita el mundo. La humanidad parece abandonada a su destino triste, sin sueños ni visiones, en manos del plan desintegrador del Príncipe del mal. Podríamos encontrarnos como en tiempos de Samuel. "En aquel tiempo era rara la Palabra del Señor", tal como está escrito. Sin embargo "no estaba aún apagada la lámpara de Dios" (1 S 3,1-3). A nosotros se nos pide que estemos despiertos y acojamos la luz de esa lámpara. La última de las siete cartas –la que dirige a la Iglesia de Laodicea– de algún modo, recapitula todas las demás. Laodicea era una ciudad muy rica, llena de bancos y de centros comerciales. La ciudad estaba en la ruta del comercio con los países de Oriente, y vivía en el lujo y en una actitud relajada y egocéntrica. La comunidad cristiana, que se había dejado contaminar por aquel clima, recibe un feroz ataque de Jesús, "testigo fiel y veraz" y "principio de la creación". También hoy nos encontramos en una sociedad profundamente secularizada; algunos hablan de "un mundo que ha salido de Dios". Y en efecto, en la civilización del bienestar, no es que se combata a Dios sino que más bien a menudo se le ignora. Es cierto, por otra parte, que existe un renacimiento de las religiones. Pero eso no impide que la vida de cada día se organice sin tener en cuenta ni el Evangelio ni a Dios. Si hay un denominador común que afecta de manera transversal a todos los pueblos es el crecimiento desenfrenado del egoísmo y de la consiguiente violencia que invade todos los ámbitos. Las comunidades cristianas, cerradas en sí mismas y subyugadas por el clima egocéntrico del mundo, corren el riesgo de dejarse atrapar por un clima mundano sin sueños ni esperanzas. Esta acomodación al mundo las priva de aquel aspecto paradójico y de aquella alteridad que caracterizan al Evangelio y que aquellas deben manifestar. No podemos estar en el mundo siendo como el mundo. Si la comunidad cristiana no molesta, si no inquieta, si no interroga, no solo no se opone al mal, sino que se deja arrastrar hacia la banalidad y la ineficacia. En definitiva, no es ni fría ni caliente. El Evangelio exige un crecimiento en el amor, en la compasión, en la solidaridad. El mismo Jesús continúa haciéndose todavía hoy mendigo de amor y nos dice a cada uno de nosotros: "Mira que estoy a la puerta y llamo". Son los pobres y los débiles; personas concretas y países enteros; todos llaman a nuestras puertas. Dichosas aquellas comunidades, dichosos aquellos cristianos, que abren y los acogen: en ellos reciben a Jesús y, cenando con ellos, cenan con el mismo Jesús. Pero la verdad de la escena es su contrario: no somos nosotros, los que acogemos a Jesús, sino que es Él, quien nos acoge en los pobres y en los débiles, y nos coloca en su mismo trono, el trono del amor. Con estos gestos el Reino de Dios empieza su camino en la tierra, como se repite a menudo en los Evangelios.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.