ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 19 de noviembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Apocalipsis 11,4-12

Ellos son los dos olivos y los dos candeleros que están en pie delante del Señor de la tierra. Si alguien pretendiera hacerles mal, saldría fuego de su boca y devoraría a sus enemigos; si alguien pretendería hacerles mal, así tendría que morir. Estos tienen poder de cerrar el cielo para que no llueva los días en que profeticen; tienen también poder sobre las aguas para convertirlas en sangre, y poder de herir la tierra con toda clase de plagas, todas las veces que quieran. Pero cuando hayan terminado de dar testimonio, la Bestia que surja del Abismo les hará la guerra, los vencerá y los matará. Y sus cadáveres, en la plaza de la Gran Ciudad, que simbólicamente se llama Sodoma o Egipto, allí donde también su Señor fue crucificado. Y gentes de los pueblos, razas, lenguas y naciones, contemplarán sus cadáveres tres días y medio: no está permitido sepultar sus cadáveres. Los habitantes de la tierra se alegran y se regocijan por causa de ellos, y se intercambian regalos, porque estos dos profetas habían atormentado a los habitantes de la tierra. Pero, pasados los tres días y medio, un aliento de vida procedente de Dios entró en ellos y se pusieron de pie, y un gran espanto se apoderó de quienes los contemplaban. Oí entonces una fuerte voz que les decía desde el cielo: «Subid acá.» Y subieron al cielo en la nube, a la vista de sus enemigos.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Todavía estamos en el marco de la sexta trompeta. Juan recibe ahora una caña para medir el Templo; es similar a la vara para medir el nuevo Templo, es decir, la Iglesia, el cuerpo de Cristo. En esta imagen podemos ver una invitación a reconocer quién forma parte de la comunidad cristiana, quién siente a la Iglesia como su familia. La Iglesia, de hecho, no es anónima, no es un grupo indiferenciado. Y el creyente reconoce a su comunidad, a la familia de fe a la que pertenece. Uno no es cristiano solo y no se salva solo. Dios quiso salvar a los hombres no individualmente, sino reuniéndolos en un pueblo. Es la historia del pueblo de Israel y de la Iglesia: ambas, no obstante, están al servicio de la salvación de todos los pueblos de la tierra. La Iglesia –así como el pueblo judío– está llamada a gastar su vida y sus energías para salvar al mundo entero, para que todos los pueblos de la tierra reconozcan al Señor como único Padre de todos. En su corazón hay una imborrable ansia de universalidad. Y cuanto más entran en la profundidad del misterio de la Iglesia los cristianos, más abren su corazón al mundo entero. Por eso la comunidad de creyentes, por naturaleza, es contraria a la autorreferencialidad, al individualismo, al mirarse a uno mismo. De ahí la oposición de aquellos que hacen del egocentrismo su ley y del amor por ellos mismos su regla de vida, incluso cuando forman parte de la Iglesia. La oposición al Evangelio y a sus discípulos se producía en tiempo de Juan y se produce aún en nuestros días. Los discípulos de Jesús nunca podrán "adecuarse" al mundo; los discípulos siempre soportarán "oposición" y "persecución". Así fue con Jesús. Los dos testigos que aparecen son el ejemplo de todo ello. Tal vez Juan se refiere a los apóstoles Pedro y Pablo, mártires en Roma, la "gran ciudad". Sea como sea, en los dos testigos está presente toda la Iglesia. Ellos dos predicaron el Evangelio en Roma, donde recibieron el martirio: siguieron al Señor al pie de la letra. Pero la muerte y la tumba no son su última etapa. Al igual que en la visión surreal de Ezequiel en la que los huesos secos cobran carne y vida con el soplo del Espíritu de Dios (37,10), también en el cuerpo muerto de los dos mártires se hace realidad la resurrección. Su historia, como la de la Iglesia, resigue la experiencia misma de Cristo. Después de morir como él, resucitan junto a él revelando al mundo su gloria. Ellos también son "asumidos" hacia el cielo. El mismo Jesús así lo había pedido al Padre: "Deseo que los que tú me has dado estén también conmigo allí donde yo esté" (Jn 17,24).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.