ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 24 de noviembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Apocalipsis 18,1-2.21-31; 19,1-3.9

Después de esto vi bajar del cielo a otro Ángel, que tenía gran poder, y la tierra quedó iluminada con su resplandor. Gritó con potente voz diciendo: «¡Cayó, cayó la Gran Babilonia! Se ha convertido en morada de demonios, en guarida de toda clase de espíritus inmundos, en guarida de toda clase de aves inmundas y detestables. Un Ángel poderoso alzó entonces una piedra, como una gran rueda de molino, y la arrojó al mar diciendo: «Así, de golpe, será arrojada Babilonia, la Gran Ciudad, y no aparecerá ya más...» Y la música de los citaristas y cantores,
de los flautistas y trompetas,
no se oirá más en ti;
artífice de arte alguna
no se hallará más en ti;
la voz de la rueda de molino
no se oirá más en ti; La luz de la lámpara
no lucirá más en ti;
la voz del novio y de la novia
no se oirá más en ti.
Porque tus mercaderes eran los magnates de la tierra,
porque con tus hechicerías se extraviaron todas las
naciones; y en ella fue hallada la sangre de los profetas y de los santos y de todos los degollados de la tierra. Después oí en el cielo como un gran ruido de muchedumbre inmensa que decía: «¡Aleluya! La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios, porque sus juicios son verdaderos y justos; porque ha juzgado a la Gran Ramera que corrompía la tierra con su prostitución, y ha vengado en ella la sangre de sus siervos.» Y por segunda vez dijeron: «¡Aleluya! La humareda de la Ramera se eleva por los siglos de los siglos.» Luego me dice: «Escribe: Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero.» Me dijo además: «Estas son palabras verdaderas de Dios.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Apocalipsis, para dar esperanza y confianza a los cristianos, describe la caída de Babilonia, la superpotencia mundial responsable de la persecución contra la Iglesia. A pesar de la aparente estabilidad del Imperio romano, Juan sabe que todo está en las manos de Dios: también el Imperio está sometido al poder de Dios. Todo imperio, tanto de ayer como de hoy. Y todo poder que no se basa en Dios o en sus leyes sino en su arrogancia y su interés acabará en la ruina. Eso mismo es lo que le pasó a Roma y, por poner un ejemplo más próximo a nosotros, también a aquellas ideologías del siglo pasado que querían construir humanismos alejados de Dios. Juan pone la caída de Roma en boca de aquellos que han propiciado y se han beneficiado del esplendor de aquella ciudad y que se han dejado contaminar por sus vicios. Son tres categorías de personas: los reyes, los mercaderes y los capitanes de barco; en definitiva, el poder político, económico y comercial que tenía su fuente, su alimentación y su salida en la gran metrópolis. Los reyes indican el poder estatal, que imita las infidelidades y la idolatría de Babilonia; los mercaderes son los que comercian al por mayor, utilizando las flotas para el transporte de sus mercancías, representando lo que hoy podrían ser las grandes multinacionales; los capitanes y trabajadores del mar representan a los ministros de los numerosos "servicios públicos". La primera lamentación (vv. 9-10) la entonan los poderosos de la tierra que, ante las ruinas humeantes de Babilonia, ven cómo se configura su destino. Empiezan con un doble "ay" y terminan con la amarga sorpresa de su ruina repentina: la superpotencia babilonia se ha desmoronado como un castillo de naipes "en una hora". Pero ya el salmista meditaba: "Solo un soplo es el hombre que se yergue, mera sombra el humano que pasa, solo un soplo las riquezas que amontona" (Sal 39,6-7). La segunda lamentación por Babilonia (vv. 11-17a) la entonan los gestores del sistema comercial que giraba alrededor del Imperio como sobre su eje fundamental. La larga lista de mercancías (vv. 12-13) está formada sobre todo por artículos de lujo que Roma importaba del Imperio y de las regiones más remotas. La tercera y última lamentación la entonan los navegantes (vv. 17b-19). También esta empieza con dos "Ay" y se cierra con el triste descubrimiento de que "en una hora ha sido asolada" (v. 19). Entra finalmente una voz externa que se dirige a los justos y a las víctimas del poder opresor que asisten al juicio divino con alegría porque termina una pesadilla y empieza un horizonte de luz y de paz (v. 20). Condenando el mal, Dios hace justicia al bien. El juicio de los pecadores tiene como anverso de la moneda la gloria de "los santos, los apóstoles y los profetas", los hombres y las mujeres de Dios, y el triunfo de la verdad y de la justicia.
Un ángel poderoso muestra simbólicamente el final de la Babilonia imperial, arrojando una piedra al mar. La ciudad, tal vez la Roma imperial, se hunde en las profundidades del Mediterráneo con toda la carga de su pecado. Encerrada en sus idolatrías, la gran metrópolis no oyó los pasos del Juez supremo y del ángel de la muerte que se habían instalado a sus puertas. Cegada por su orgullo, la ciudad se ha manchado por crímenes atroces: "en ella fue hallada la sangre de los profetas y de los santos y de todos los degollados de la tierra" (v. 24). La acción simbólica del ángel recuerda la que hizo Jeremías cuando leyó el libro con las acusaciones contra Babilonia y lo arrojó al Éufrates gritando: "Así se hundirá Babilonia y no se recobrará del mal" (51,60-64). También Jesús utilizó la imagen de la piedra atada al cuello y arrojada al mar para indicar el destino de los sembradores de escándalos (Mt 18,6). Babilonia, que había "extraviado" con sus "hechicerías" a muchos pueblos y había corrompido muchos países, sufre el mismo destino que el dragón satánico (12,9.10.13), que las dos Bestias (12,20), que el diablo (20,10), que la muerte (20,15) y que todos los que no están escritos en el "libro de la vida" de Dios (20,15): todos son arrojados a las profundidades de la nada, del infierno, del silencio. Si no rompemos el vínculo con el mal corremos el riesgo de quedar atrapados en sus redes hasta compartir su mismo destino de muerte. La mirada que se echa por última vez sobre Babilonia revela un panorama de desolación extrema. La ciudad que tiempo atrás era próspera y vital ahora está apagada. Siete veces el ángel marca el silencio de muerte que como un velo la recubre por completo: las músicas, los ruidos y las voces alegres se han apagado para siempre.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.