ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 11 de diciembre

Homilía

La Palabra de Dios invita a todos los que habitan en el desierto de este mundo a alegrarse. Hay una promesa: “Se verá la gloria del Señor, el esplendor de nuestro Dios” (Is 35, 2). El profeta abre los ojos de los que le escuchan más allá de la tristeza y la resignación de este mundo e invita a todos a la esperanza y a la espera del Adviento de Dios. Escribe además: “¡Ánimo, no temáis! Mirad que vuestro Dios... vendrá y os salvará”. El Señor vendrá. Es la promesa que el profeta, con pensativa y alegre firmeza, nos dirige también a nosotros: nos presenta un mundo nuevo, donde el cojo salta como un ciervo, el mudo lanza gritos de júbilo y un camino se abre en medio del cansancio y la tristeza de la situación humana, y a través de él pasarán los que han sido rescatados por el Señor. Y añade: “¡Regocijo y alegría les acompañarán! ¡Adiós, penar y suspiros!”. Pero, ¿no es sólo un sueño? ¿No es uno de los muchos sueños que se nos presentan cada cierto tiempo? ¿No es un vacuo optimismo? ¿O una bella esperanza que el profeta nos comunica para consolar la tristeza de nuestra situación? En efecto, ¿cuándo podremos ver en lugar de las lágrimas y la tristeza, alegría o felicidad? Queridas hermanas y queridos hermanos, quizá éste es precisamente el drama de Juan Bautista, encerrado en la cárcel por Herodes. El Bautista se pregunta si la promesa de Isaías es sólo un sueño. Y, en todo caso, ¿cuánto hay que esperar todavía para que el sueño se realice?
Juan envía a sus discípulos donde Jesús para preguntarle: “¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?”. Es la pregunta de este tiempo; es la pregunta cotidiana del creyente y de quien lleva en su corazón la suerte del mundo. También nosotros, en este Domingo, preguntamos: ¿cuándo y cómo se realizará la profecía de Isaías? Se lo preguntamos a la Palabra del Señor, como aquellos discípulos de Juan se lo preguntaron a Jesús. El profeta de Nazaret no faltó en su respuesta: “Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva”. Retomando las palabras del profeta Isaías, Jesús manda a decir a Juan que aquella profecía se ha realizado, no es sólo un sueño, ya es realidad.
A través de Jesús que camina en medio de los hombres, la profecía de Isaías ha comenzado a realizarse. Y Jesús añade: “¡Dichoso aquel que no halle escándalo en mí!”. En él se cumple el diseño de Dios, no en lo extraordinario del esoterismo mágico, sino en lo ordinario de la misericordia y en el misterio de la compasión. A las generaciones cristianas, también a la nuestra, les corresponde hacer visibles los signos que Jesús estableció como inicio de un mundo renovado. Es la grave responsabilidad que recae sobre los hombros de todo discípulo. ¿Podremos decir también nosotros a quien nos pregunte: “Id y contad lo que oís y veis”? Pues bien, los signos de este Adviento están también hoy. Hay quien ha empezado a anunciar el Evangelio a los pobres, hay quien cumple los milagros de la caridad, de la justicia, de la misericordia de Dios. Hay quien, olvidándose de sí mismo, se ha puesto al servicio de los más débiles y de los más pobres. Hay ciegos que ven amigos cariñosos a su lado, hay quienes saben consolar al que está en el llanto y saben ser tiernos y atentos con los enfermos y abandonados.
Dichoso el que acoge estos signos y se deja tocar el corazón. Jesús ha venido y nos enseña a caminar con él, a trabajar con él, a querer con él, a conmovernos con él por aquellas multitudes cansadas y abatidas que encuentra a lo largo del camino. Él nos enseña a no desesperar en la espera y a no cerrar nuestro corazón en el angosto horizonte del hoy, en el orgullo o en la resignación. “¡Ven, Señor Jesús!”, era la antigua oración de los cristianos. Y es también nuestra oración que nos libra de la fascinación triste del desierto de este mundo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.