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Domingo de la Santa Familia
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Domingo de la Santa Familia

Fiesta de la Sagrada Familia
Recuerdo de Laurindo (+1989) y de Madora (+1991), jóvenes mozambiqueños de la Comunidad de Sant'Egidio que murieron a causa de la guerra; con ellos recordamos a todos los jóvenes que han muerto a causa de los conflictos y la violencia de los hombres.
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Libretto DEL GIORNO
Domingo de la Santa Familia
Viernes 30 de diciembre

Homilía

Han pasado pocos días desde la Navidad y la liturgia nos invita a celebrar la fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret. El Evangelio nos narra el momento en que esta familia vivió el drama de la huida de su tierra. Es una experiencia que hoy afecta a millones de familias contemporáneas, obligadas a huir de los números Herodes de turno que oprimen y asesinan. Y desgraciadamente los Herodes de hoy están también presentes durante la fuga e incluso en la otra orilla. Es una tragedia que Jesús y aquella joven familia conoce apenas nacer. Jesús había nacido hacía poco y Herodes ya quería matarlo. Interviene el ángel del Señor que dijo a José: “Levántate, toma contigo al niño y a su madre”. Es la invitación que se dirige a todos nosotros, a nuestras sociedades, tanto a las ricas como a las pobres, para que “tomemos al Niño y a su madre”, para que acojamos a los que están obligados a huir de la guerra y del hambre. Se necesita que surjan muchos José, precisamente mientras crece cada vez más el número de madres y niños obligados a huir de sus tierras. Navidad es también acogida al extranjero, es también dar casa al que no la tiene, refugio a quien está lejos de casa.
La Iglesia, celebrando la Sagrada Familia de Nazaret, quiere que nuestros corazones se abran a este misterio. Muchas son las reflexiones que podemos hacer, a partir de aquélla sobre la acogida a los refugiados. Pero hay otras dos reflexiones que esta fiesta nos sugiere. La primera se refiere a la necesidad que los niños tienen de un padre y una madre, como también la tuvo Jesús. Es una dimensión que a veces se olvida, quizá para satisfacer nuestros deseos. Pero sin una familia como la de Nazaret los pequeños no pueden crecer bien. Se debe también decir que la familia sola no basta. Pues bien, la Navidad vuelve para decir a todos, a todas las familias, que acojan a Jesús, que acojan a los hijos. El Evangelio de Navidad es como el ángel que vuelve y pide a los padres que tomen consigo al niño, que pide a la sociedad que se haga cargo de ellos. La liturgia de la Iglesia nos invita a contemplar el amor de María y de José por Jesús y por los pequeños como él. El Evangelio de Mateo nos dice que la familia también fue necesaria para Jesús. También él, debemos decir, necesitó una familia, como todos los niños.
Pero al mismo tiempo –y es la siguiente reflexión- también María y José necesitaron a aquel Niño, a Jesús. Sin él la familia de Nazaret ni siquiera habría comenzado, se habría roto al nacer. No basta con el amor entre dos personas encerradas en ellas mismas. La familia requiere un amor que engendra, un amor que acepta el desafío de los hijos. Jesús –y con él los hijos- es el verdadero tesoro de la familia de Nazaret. En este sentido María y José son ejemplares para las madres y los padres. Ellos están llamados a imitar la obediencia de María y de José a las palabras del ángel, es decir, a la Palabra de Dios, para ser padres y madres según el Evangelio; deben tener su misma preocupación en seguir a Jesús, en no perderle y en buscarle siempre. Y, a su vez, los hijos deben imitar el amor que Jesús sentía por José y María. ¿Cómo no recordar las palabras de Jesús sobre la cruz cuando confía la madre anciana al joven discípulo? Jesús es el centro de la familia y el maestro del amor. Sin Jesús, es decir, sin el amor que no se cierra sino que está hecho de donación, la familia de Nazaret se habría roto al nacer. José obedeció al ángel y tomó consigo a María y al niño y se hizo partícipe del gran diseño de Dios.
Tomemos a Jesús con nosotros y sabremos vivir de modo familiar. Escuchemos las palabras del Ángel y sabremos recorrer los caminos de la vida, sabremos evitar los peligros y encontrar nuestro Egipto, nuestro refugio, aunque nos cueste sacrificios y dolores. Si miramos a aquel niño débil y lo tomamos con nosotros, sabremos –como escribe el Sirácide- honrar al padre y a la madre ancianos, y aunque pierdan la cordura sentiremos compasión por ellos y no les despreciaremos. El niño de Belén nos enseña a mirar y a amar a los niños, los nuestros y los demás; y los padres serán más capaces de amarse. Quien toma a Jesús consigo aprende a amar. Por el contrario, quien sólo se lleva a sí mismo permanece encerrado en su egocentrismo y se vuelve malvado. El Evangelio de Navidad vuelve para que en nuestras familias habiten los sentimientos de Jesús. El apóstol Pablo nos lo recuerda: “Revestíos... de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente”. Mientras nos encaminamos hacia el final de este año y estamos por comenzar otro, todos estamos invitados a comprender lo decisivo que es el amor recíproco. Que la familia de Nazaret permanezca como el icono al que mirar para que nuestras familias y nuestras comunidades sean más firmes en el amor y más fuertes en la edificación de un mundo de justicia y de paz.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.