ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 11 de enero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 104 (105), 1-4.6-9

1 ¡Dad gracias al Señor, invocad su nombre,
  divulgad entre los pueblos sus hazañas!

2 ¡Cantadle, tañed para él,
  recitad todas sus maravillas;

3 gloriaos en su santo nombre,
  se alegren los que buscan al Señor!

4 ¡Buscad al Señor y su poder,
  id tras su rostro sin tregua.

6 Raza de Abrahán, su siervo,
  hijos de Jacob, su elegido:

7 él, el Señor, es nuestro Dios,
  sus juicios afectan a toda la tierra.

8 Él se acuerda siempre de su alianza,
  palabra que impuso a mil generaciones,

9 aquello que pactó con Abrahán,
  el juramento que hizo a Isaac.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La liturgia nos hace cantar hoy los primeros versículos del salmo 104. Es el primer salmo del salterio donde resuena el “¡Aleluya!”, “Dad gracias a Señor”. Esta alabanza es como la clave interpretativa de todo el salmo, que desde sus primeros versículos rebosa de alabanzas al Señor. El salmista, ya en los primeros versículos del salmo, utiliza diez imperativos para convencer al pueblo de Israel a alabar al Señor: “Dad gracias, invocad, divulgad, cantadle, tañed, recitad, gloriaos, alegraos, buscad, id” (vv. 1-7). El cuerpo del salmo es una meditación sobre el “credo” de Israel, un “credo” compuesto no de afirmaciones abstractas sino de las acciones históricas de liberación realizadas por Dios para su pueblo. Una historia que debe ser “recordada” por Israel. Y recordar significa repensar, meditar y sobre todo revivir la alianza que narra. Olvidarla significa eliminarla de nuestra historia personal y colectiva. El Señor, canta el salmista, “se acuerda siempre de su alianza, palabra que impuso a mil generaciones, aquello que pactó con Abrahán, el juramento que hizo a Isaac, que puso a Jacob como precepto” (vv. 8-9). Y al final del salmo repite: “Recordando su palabra sagrada, dada a Abrahán, su servidor” (v. 42). Nosotros fácilmente olvidamos el amor que el Señor siente por nosotros y los muchos beneficios que nos ha hecho. Muchas veces estamos tan concentrados en nosotros mismos y en nuestras cosas que olvidamos al Señor y su amor. Volver a abrir la Escritura, como el salmo nos invita a hacer, significa recordar y revivir la fuerza del amor de Dios que libera: “¡Buscad (drs) al Señor y su poder, id (bqs) tras su rostro sin tregua” (v. 4). El salmista usa dos verbos para indicar la búsqueda. El primer verbo, drs, indica el esfuerzo de encontrar algo que interesa, pero también pedir, preguntar. Cuando se busca a Dios los dos significados se superponen. El encuentro con el Señor, en efecto, nunca es sólo el fruto de la búsqueda del hombre, es sobre todo un don que debemos pedir sin cesar. El segundo verbo, bqs, sugiere una búsqueda cuidadosa, intensa, también con preocupación. Una vez más es Dios quien, con preocupación, asiste al hombre en su búsqueda. ¡Dichosos seremos nosotros si acogemos al menos una gota de esta preocupación en la búsqueda de Dios! La tuvo María Magdalena aquella mañana de Pascua ante el sepulcro vacío, cuando lloraba porque lo había perdido. Ya a través del profeta Amós el Señor sugería los creyentes que lo busquen sin cesar: “¡Buscadme a mí y viviréis! Pero no busquéis a Betel. ¡Buscad al Señor y viviréis … Buscad el bien, no el mal” (5, 4.14). Sí, la búsqueda de Dios es la esencia de la vida de todo creyente: es una búsqueda no abstracta ni teórica, sino hecha de la concreción de la escucha, de la oración perseverante, de un amor fiel y generoso, y de la implicación en el designio de amor de Dios para el mundo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.