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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

II del tiempo ordinario
Fiesta del Cristo negro de Esquipulas, en Guatemala, venerado en todo Centro América.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 15 de enero

Homilía

En este segundo Domingo del “tiempo ordinario” el Evangelio nos lleva una vez más a orillas del Jordán, donde Jesús recibe el bautismo del Bautista. El cuarto evangelista, a diferencia de los sinópticos, no lo describe sino que solo hace alusión a ello, dirigiendo la atención hacia Jesús a través del testimonio del Bautista. En cierto modo se podría decir que este pasaje (aparte del Prólogo) nos narra la entrada de Jesús en el Evangelio de Juan. El predicador del desierto que debía preparar los caminos del Señor “ve venir hacia él” al esperado de las gentes, al que ha sido la referencia constante de su búsqueda y de su misma predicación. Verdaderamente Juan ha dedicado su vida a prepararle el camino: todas sus palabras se habían dirigido a abrir el corazón de los hombres a Jesús, y todo su testimonio tendía a allanar las montañas y colmar los abismos de los corazones para que el Señor pudiera entrar en ellos. El mismo bautismo de penitencia que administraba en el Jordán era el signo de la purificación de toda mancha para acoger al Mesías.
Él mismo esperaba encontrarlo. ¡Qué elevadas y numerosas fueron sus oraciones para que pudiera tener lugar ese encuentro! Pues bien, aquel momento por fin había llegado. Mientras veía entre la multitud el rostro del joven profeta de Nazaret, sintió que la esperanza de encontrar al Salvador no había sido vana, como recita el salmo 39: “Yo esperaba impaciente al Señor: hacia mí se inclinó y escuchó mi clamor... muchos verán y temerán, y en el Señor pondrán su confianza”. El encuentro entre Jesús y Juan, si bien fue una experiencia especial e irrepetible, abrió sin embargo el camino a muchos otros encuentros. Podríamos decir que delinea sus rasgos fundamentales, hasta el punto de hacerlo paradigmático. En efecto, a este encuentro le siguieron otros de inmediato: con Andrés y el otro discípulo, también en el Jordán; después con Simón Pedro, con Felipe, con Natanael... y con aquellos que en toda generación escuchan la predicación del Evangelio y se adhieren a ella con el corazón, incluidos nosotros.
Con su estilo narrativo siempre cargado de simbolismo, el evangelista apunta que Juan “ve a Jesús venir hacia él”. Jesús va hacia Juan, no al contrario. No son los hombres los que van al encuentro de Jesús; es él quien viene a nuestro encuentro. Éste es el misterio que hemos celebrado en Navidad, cuando Jesús ha venido para habitar en medio de los hombres. Por otro lado, nosotros estamos tan poco acostumbrados a ir al encuentro del Señor, que cuando el Hijo de Dios viene a esta tierra ni siquiera lo acogemos: “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron” (Jn 1, 11). El apóstol Pablo, por su parte, nos describe con gran claridad de quién parte la iniciativa del encuentro. Hablando de la encarnación del hijo canta: “El cual, siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios sino que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo, asumiendo semejanza humana” (Flp 2, 6-7). El Señor Jesús ha descendido hacia nosotros para vivir entre nosotros, para hacerse nuestro hermano, amigo y salvador. Pero, ¿cómo darnos cuenta de que el Señor está viniendo entre nosotros? ¿Cómo evitar permanecer con la puerta cerrada mientras pasa el Señor? Viendo a Jesús dice el Bautista: “Yo no le conocía”. La afirmación parece poco realista, ya que eran parientes y coetáneos (tan sólo se llevaban seis meses de diferencia). En realidad Juan no conocía el “verdadero” rostro de Jesús. Aunque lo había visto en sus rasgos físicos y conocía su bondad, Juan todavía necesitaba un conocimiento más profundo, un encuentro espiritual más íntimo, para comprender el misterio mismo de Jesús.
Es lo mismo para cada uno de nosotros. Quizá somos muchos los que presumimos de conocer al Señor y de saber lo suficiente del Evangelio, por lo que nos sentimos dispensados de conocer a Jesús y el Evangelio más profundamente. Pero si reflexionamos aunque sólo sea un poco, nos damos cuenta de que estamos aún al comienzo, diría incluso en el “a, b, c” del conocimiento y de la práctica del Evangelio. Si Juan, tan grande en espíritu, afirma: “Yo no le conocía”, ¿cuánto más debemos decirlo nosotros? Poco antes el Bautista, dirigiéndose a la multitud, dice: “En medio de vosotros está uno a quien no conocéis” (Jn 1, 26). Pues bien, yo creo que también nosotros debemos ir a la escuela del Bautista para darnos cuenta de que Jesús viene a nuestro lado. Pero, ¿cómo podemos hacerlo? Es suficiente con escuchar el Evangelio con el corazón. Intentémoslo, y veremos al Señor acercarse. Lo veremos como un “cordero que quita el pecado del mundo”; lo veremos como aquel que toma consigo nuestro cansancio, nuestra angustia, nuestras cruces, nuestras dudas, nuestras incertidumbres y nuestros pecados. A partir de este conocimiento se emprende el camino del seguimiento del Señor. Sucedió así en ese pequeño rincón de Palestina. En medio de fuertes pasiones, búsqueda y desencuentros, da comienzo el largo camino de la Palabra de Dios por las vías del mundo. En este hombre que tiene delante, Juan contempla a aquel que salvará a muchos, que echará sobre sus espaldas (esto significa “quitar”) el pecado del mundo, que anulará los lazos violentos que todavía hoy amargan la vida de los hombres. Este “cordero” (¡verdaderamente no se trata de un lobo!) viene a liberarnos de la lógica del pecado, de la violencia y de los abusos. Las palabras de Juan “He ahí el cordero de Dios” quedarán claras cuando Pilatos, presentando a Jesús coronado de espinas y cubierto de salivazos, diga a todos: “Aquí tenéis al hombre”. Ese salvador es un cordero, un pobre, un débil, un indefenso, que no ha vivido para sí mismo. Ha gastado toda su vida por los demás, hasta la muerte.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.