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Vigilia del domingo
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Vigilia del domingo

Oración por la unidad de los cristianos. Recuerdo especial de las Iglesias de la Comunión anglicana.
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Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 21 de enero

Oración por la unidad de los cristianos. Recuerdo especial de las Iglesias de la Comunión anglicana.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 46 (47), 2-3.6-9

2 ¡Pueblos todos, tocad palmas,
  aclamad a Dios con gritos de alegría!

3 Porque el Señor, el Altísimo, es terrible,
  el Gran Rey de toda la tierra.

6 Sube Dios entre aclamaciones,
  Yahvé a toque de trompeta:

7 ¡tocad para nuestro Dios, tocad,
  tocad para nuestro Rey, tocad!

8 Es rey de toda la tierra:
  ¡tocad para Dios con destreza!

9 Reina Dios sobre todas las naciones,
  Dios, sentado en su trono sagrado.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El salmo describe una solemne liturgia que probablemente se desarrollaba un día especialmente festivo en que el pueblo celebraba a su rey: la procesión partía del valle del Cedrón y subía cantando a Jerusalén, hasta la colina del templo; llegados a las puertas estallaba el entusiasmo de los fieles entre aplausos, gritos de alegría y sonidos de trompas. La tradición cristiana interpreta este canto en la fiesta de la Ascensión de Jesús que sube al cielo y entra en la gloria de Dios. Jesús es exaltado: “el Señor, el Altísimo, es terrible, el Gran Rey de toda la tierra” (v. 3); “Es rey de toda la tierra” (v. 8); “De Dios son los gobernantes de la tierra” (v. 10). La razón es su realeza. El Señor es el rey de toda la tierra y de todos los pueblos: “Príncipes paganos se reúnen con el pueblo del Dios de Abrahán” (v. 10). El salmista une la elección de Abrahán con la universalidad de la salvación. En efecto, Dios elige a Abrahán no para separar a los pueblos sino para unirlos en un único destino. La elección de Israel, y después de la Iglesia, está en función de la universalidad de la salvación: Dios es el gran rey, el Altísimo; todas las naciones le pertenecen; todos los reyes y los príncipes de la tierra vienen a rendirle homenaje. Él está por encima de todos y de todo; su reino es universal. En este horizonte hay que entender también al variado pueblo islámico que reconoce a Abrahán como “padre de los creyentes”. Esta universalidad de la salvación es la buena noticia que hay que llevar a todas las naciones, sobre todo en este tiempo mientras cada vez más se habla de conflictos entre los pueblos y las civilizaciones, mientras se alzan muros y se refuerzan barreras. La fe en el único Dios es la raíz de la dignidad de todo hombre y de la fraternidad de todos los pueblos. Dios es el Señor de todos, los poderosos de la tierra también le pertenecen (v.10). Nadie fuera de Él puede erigirse por encima de los demás pueblos, ni el gran Egipto ni tampoco la gran Babilonia. El Señor ha elegido Israel, la más pequeña entre las naciones, para que confiase en Él y anunciase a todos la fuerza y el poder del único Dios. Esta fe, es decir, que el pueblo de Israel ha sido llamado a vivir y a dar testimonio, ha encontrado en Jesús su cumplimiento. Quien escucha al profeta de Nazaret y sigue su palabra reconoce a Dios como su único Señor es, por tanto, liberado de la esclavitud de los ídolos del dinero, del poder, de la fuerza, de los intereses partidistas y del amor sólo por sí mismo. Todos estos ídolos encierran a las personas y a los pueblos en sí mismos. Y enfrentan a los unos contra los otros. Pero el Señor, sustrayendo a los hombres del egoísmo y del miedo, superando toda barrera y todo límite, los hace libres para amarse.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.