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Memoria de los pobres
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Memoria de los pobres

Oración por la unidad de los cristianos. Recuerdo especial de las comunidades cristianas en África.
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de los pobres
Lunes 23 de enero

Oración por la unidad de los cristianos. Recuerdo especial de las comunidades cristianas en África.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 97 (98), 1-6

1 Cantad al Señor un nuevo canto,
  porque ha obrado maravillas;
  le sirvió de ayuda su diestra,
  su santo brazo.

2 Yahvé ha dado a conocer su salvación,
  ha revelado su justicia a las naciones;

3 se ha acordado de su amor y su lealtad
  para con la casa de Israel.
  Los confines de la tierra han visto
  la salvación de nuestro Dios.

4 ¡Aclama al Señor, tierra entera,
  gritad alegres, gozosos, cantad!

5 Tañed al Señor con la cítara,
  con la cítara al son de instrumentos;

6 al son de trompetas y del cuerno
  aclamad ante el rey, el Señor.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La liturgia nos hace cantar una vez más el salmo 97, un himno a la realeza de Dios. Quizá el salmista se refiere al final del exilio de Babilonia, e imagina el regreso del exilio de Dios mismo, como sugiriendo una identificación entre Dios y su pueblo. Se podría decir que Dios mismo ha sido derrotado y exiliado con su pueblo en Babilonia. El pensamiento se dirige a la tragedia de la Shoah -que recordaremos dentro de pocos días- y a la terrible pregunta: ¿dónde estaba Dios? Muchos sabios judíos han respondido que Dios estaba en su pueblo humillado y destruido. El salmista canta que el Señor, Dios de Israel, que parecía vencido por los dioses de Babilonia, obtuvo la victoria, una victoria que era clara a los ojos de todos los pueblos: “El Señor ha dado a conocer su salvación, ha revelado su justicia a las naciones” (v. 2). Y he aquí, el Señor, con sus rescatados, que vuelve a su capital y a su palacio como un rey triunfante, para tomar posesión de su legítimo reino. En las palabras del salmista se entrevé como una triple invitación a aclamar al Señor. Es la asamblea de los creyentes la que sobre todo debe alabar al Señor porque Él “se ha acordado de su amor y su lealtad para con la casa de Israel” (v. 3). Y es justo que la asamblea se reúna en la alabanza a su Señor. Pero toda la ciudad está también llamada a aplaudir al Señor: “¡Aclama al Señor, tierra entera, gritad alegres, gozosos, cantad!” (v. 4). En efecto, la asamblea de los creyentes no está desligada de los pueblos que habitan las ciudades de la tierra. Los creyentes son responsables de la paz entre los pueblos y de la justicia sobre la tierra. El famoso comienzo de la Gaudium et Spes del Vaticano II nos recuerda el sentido de esta responsabilidad: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo”. Son palabras que muestran la inevitable implicación de los creyentes en la vida del mundo. La Iglesia, como su Señor, no vive para sí misma sino para la salvación de todos los pueblos. Es por esto que en este tiempo, el Papa Francisco insiste para una Iglesia “en salida”, una Iglesia que se gaste para comunicar a todos y especialmente a los pobres el Evangelio del amor que salva de toda tristeza y esclavitud.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.