ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 1 de febrero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 102 (103), 1-2.13-14.17-18

1 Bendice, alma mía, al Señor,
  el fondo de mi ser, a su santo nombre.

2 Bendice, alma mía, al Señor,
  nunca olvides sus beneficios.

13 Como un padre se encariña con sus hijos,
  así de tierno es el Señor con sus adeptos;

14 que él conoce de qué estamos hechos,
  sabe bien que sólo somos polvo.

17 Pero el amor del Señor es eterno
  con todos que le son adeptos;
  de hijos a hijos pasa su justicia,

18 para quienes saben guardar su alianza,
  y se acuerdan de cumplir sus mandatos.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La liturgia de hoy nos hace cantar la segunda parte del salmo 102. El salmista, ya al comienzo del salmo, invita a dar gracias al Señor: “Bendice, alma mía, al Señor, el fondo de mi ser, a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, nunca olvides sus beneficios” (vv. 1-2). El alma se dirige al creyente de forma directa: “Él, que tus culpas perdona, que cura todas tus dolencias, rescata tu vida de la fosa, te corona de amor y ternura, satura de bienes tu existencia, y tu juventud se renueva como la del águila” (vv. 3-5). El creyente no debe olvidar tanto amor. Sin embargo es una experiencia muy común olvidar el amor de Dios por nosotros. Estamos hasta tal punto concentrados en nosotros mismos que no recordamos el amor del Señor, que nos ha preservado de la ruina. El Señor, por suerte para nosotros, se comporta exactamente al contrario: olvida nuestras culpas y no deja de amarnos. Nosotros somos rápidos para la cólera y lentos en el amor y el perdón. En cambio, el Señor es como un padre que siente piedad por sus hijos: “Como un padre se encariña con sus hijos, así de tierno es el Señor con sus adeptos” (v. 13). El salmista –a partir de la sabiduría bíblica- recuerda que el Señor conoce profundamente de qué pasta estamos hechos: “Él conoce de qué estamos hechos, sabe bien que sólo somos polvo” (v. 14). Y que “como la hierba es su vida, como la flor del campo, así florece; lo azota el viento y ya no existe, ni el lugar en que estuvo lo reconoce” (v. 15-16). Sin embargo la conciencia de esto no nos debe angustiar; al contrario, es precisamente nuestra debilidad la razón de la ternura de Dios por nosotros. Sí, Dios ha elegido el polvo que somos para donarnos su amor y su perdón, así como al comienzo de la creación escogió el polvo para formar a Adán e insuflar en él la vida. Dios “sabe bien que somos polvo”, y por eso permanece junto a nosotros “eternamente”. El salmista subraya: “El amor del Señor es eterno… de hijos a hijos pasa su justicia” (v. 17). Un pasaje del Eclesiástico nos ayuda a comprender mejor el sentido de las palabras del salmista. Dice el sabio: “¿Qué es el hombre?, ¿para qué sirve?, ¿cuál es su bondad y cuál su maldad? Los días del hombre están contados, mucho será si llega a los cien años. Como gota de agua en el mar, como grano de arena, son sus pocos años frente a la eternidad. Por eso el Señor es paciente con los hombres, y derrama sobre ellos su misericordia. Él ve y sabe que su fin es miserable, por eso multiplica su perdón” (18. 7-12).

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.