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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

V del tiempo ordinario
Recuerdo de don Andrea Santoro, sacerdote romano asesinado en 2006 en Trebisonda, Turquía.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 5 de febrero

Homilía

Jesús, inmediatamente después del Evangelio de las bienaventuranzas, se dirige a los discípulos y les dice que son sal de la tierra y luz del mundo. Estamos aún al comienzo de la predicación evangélica, y sin duda alguna los discípulos no pueden vanagloriarse de una conducta ejemplar de “hombres de las bienaventuranzas”. Por tanto no sorprende que estas palabras, tanto a ellos como a nosotros, nos parezcan excesivas, exageradas. Sin embargo, Jesús insiste: “Si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará?” Es como una demanda de responsabilidad, una llamada audaz por parte de Jesús, como diciendo: sólo os tengo a vosotros para el anuncio del Evangelio. O dicho en otros términos: si no cumplís vuestra función, si vuestro comportamiento es insípido y sin gusto, ¿cómo voy a proclamar el Evangelio? Es lo que sucede si la lámpara encendida se mete debajo del celemín (a veces, puesto bocabajo, servía también de mesilla). En ese caso tampoco hay remedio, la oscuridad permanece.
Todo esto no sólo era verdad entonces, también lo es hoy. La función de ser sal de la tierra y luz del mundo no puede ser desatendida. Ante estas palabras cada uno sabe bien que es una pobre persona. Verdaderamente somos poca cosa respecto a la tarea que se nos ha asignado y a la bienaventuranza que escuchamos la semana pasada. ¿Cómo es posible ser sal y luz? ¿No estamos todos por debajo de la suficiencia? El apóstol Pedro, en un momento de iluminación, cuando reconoció al Señor dijo: “Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador”. Esta frase, que todos podríamos y deberíamos pronunciar, sale muy pocas veces de nuestros labios. Cada uno de nosotros tiene una buena opinión de sí mismo. Y si a veces insistimos en nuestra pobreza, más que por un sentido de verdadera humildad lo hacemos con una actitud renunciataria, para no iluminar y no dar sabor a pesar de poder hacerlo. Es como decir que la presunta indignidad se convierte poco a poco en pasividad, después en pereza y finalmente en renuncia. Pero el Evangelio de Mateo insiste diciendo que nosotros, pobres hombres y mujeres, somos sal y luz. No lo somos por nosotros mismos; sólo si participamos de la verdadera sal y de la verdadera luz, Jesús de Nazaret. Escribe el evangelista Juan: “Era la luz verdadera que ilumina a todo hombre, viniendo a este mundo”. La luz no viene de las dotes personales de cada uno, de un buen carácter, o de nuestras virtudes. El apóstol Pablo, en su carta a los cristianos de Corinto, recuerda que él no se presentó en medio de ellos con sublimidad de palabras: “Me presenté ante vosotros débil, tímido y tembloroso”. Sin embargo, a pesar de la debilidad, de la timidez y el temblor, defiende la honestidad de su ministerio: “No quise saber entre vosotros sino Jesucristo, y éste crucificado”. La debilidad del apóstol no oscurece la luz del anuncio, no disminuye la fuerza de la predicación y del testimonio; al contrario, constituye un pilar y una confirmación: “Para que vuestra fe se fundase, no en la sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios”.
En estas palabras hay un profundo sentido de liberación. Nosotros los cristianos, a diferencia de lo que sucede entre los hombres, no estamos condenados a esconder delante de Dios la debilidad y la miseria de que estamos hechos. Éstas no atentan contra el poder de Dios, no lo ponen en crisis, no lo anulan; en todo caso lo exaltan si lo acogemos. Por tanto estamos muy lejos de confundir la debilidad con la pereza, y la pobreza con la avaricia; al contrario, estamos convencidos de que “llevamos este tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros” (2 Co 4, 7). El primero en no avergonzarse de nuestra debilidad es el Señor; su luz no se atenúa por nuestras tinieblas. No hay ningún desprecio hacia el hombre por parte del Evangelio; no hay ninguna antipatía por parte del Señor, que con razón es llamado “amigo de los hombres”. Pablo añade: “El que se gloríe, gloríese en el Señor”; nuestro gloriarnos no es nunca en nosotros mismos. La gracia de Dios, su amor, resplandece en nuestra debilidad; no podemos apropiarnos de ella, nos supera siempre y no nos abandona. Añade el Evangelio: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”. Es la invitación que el Señor nos hace para que nos convirtamos en trabajadores del Evangelio. Y el profeta explica lo que significa esto: “¿No será partir al hambriento tu pan, y a los pobres sin hogar recibir en casa? ¿Que cuando veas a un desnudo le cubras, y de tu semejante no te apartes?” La luz del Señor es la caridad, una caridad amplia que ensancha las paredes del corazón, que se dirige sobre todo hacia los pobres y los débiles, y al mismo tiempo no se olvida de quien tenemos cerca. Sólo “entonces –añade el profeta- resplandecerá en las tinieblas tu luz, y lo oscuro de ti será como mediodía”.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.