ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 11 de febrero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 89 (90), 2-6.12-13

2 Antes de ser engendrados los montes,
  antes de que naciesen tierra y orbe,
  desde siempre hasta siempre tú eres Dios.

3 Tú devuelves al polvo a los hombres,
  diciendo: «Volved, hijos de Adán».

4 Pues mil años a tus ojos
  son un ayer que pasó,
  una vigilia en la noche.

5 Tú los sumerges en un sueño,
  a la mañana son hierba que brota:

6 brota y florece por la mañana,
  por la tarde está mustia y seca.

12 ¡Enséñanos a contar nuestros días,
  para que entre la sensatez en nuestra cabeza!

13 ¡Vuelve, Señor! ¿Hasta cuándo?
  Ten compasión de tus siervos.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El salmo se abre con una gran meditación sobre la vida y el tiempo. Ser conscientes de nuestra debilidad y de la fugacidad del tiempo significa adquirir sabiduría: “¡Enséñanos a contar nuestros días, para que entre la sensatez en nuestra cabeza!” (v. 12), nos hace decir el salmista. Respecto a nuestra superficialidad el salmista nos hace decir al Señor: “Mil años a tus ojos son un ayer que pasó” (v. 4). La estabilidad es del Señor, no nuestra. Él es nuestra fuerza, sobre la que podemos fundar la vida. Es precisamente lo que canta el salmista: “Antes de ser engendrados los montes, antes de que naciesen tierra y orbe, desde siempre hasta siempre tú eres Dios” (v. 2). Dependemos en todo del Señor, en cuyas manos nos encomienda el salmista: “Tú devuelves al polvo a los hombres” (v. 3). Todos nosotros somos como “un sueño, a la mañana son hierba que brota: brota y florece por la mañana, por la tarde está mustia y seca” (vv. 5-6). También el Eclesiástico afirma: “Como las hojas de un árbol frondoso, que unas caen y otras brotan, así las generaciones de carne y sangre: unas mueren y otras nacen” (Si 14, 18). El tiempo de Dios es sólido como la roca, dura por siempre; el tiempo del hombre es un soplo: “Como un suspiro gastamos nuestros años” (v. 9b). Se escucha el eco de las palabras de Job: “Mis días son más raudos que un correo, se me escapan sin que pueda ver la dicha; se deslizan como lanchas de junco, como águila que cae sobre la presa” (Jb 9, 25-26). Y por lo general el tiempo del hombre es a menudo infeliz. ¡Cuántas veces buscamos llenar nuestro tiempo de compromisos y de cosas para evitar vacíos y angustias! Y quizá después pensamos que la mayor parte de ellos son incluso esfuerzo desperdiciado: “Vivimos setenta años, ochenta con buena salud, mas son casi todos fatiga y vanidad, pasan presto y nosotros volamos” (v. 10), canta el salmista. Y nos invita a tomar conciencia de nuestra debilidad y nuestro pecado. Nos lo hace pedir en la oración: “¡Enséñanos a contar nuestros días, para que entre la sensatez en nuestra cabeza!” (v. 12). El hombre, ante la caducidad y el rápido trascurrir de la vida, aprende a valorarla y a vivir con un corazón sabio. El tiempo es breve y la vida frágil; sólo confiándola a Dios podemos dar solidez a nuestra frágil existencia. Para los cristianos es una dimensión iluminada por Jesús. En cualquier caso, la brevedad de la vida y la inevitabilidad de la muerte no hacen caer al salmista en la desesperación. Sabe bien que la vida es siempre un don, y así más adelante reza: “¡La benevolencia del Señor sea con nosotros!” (v. 17). El término “benevolencia” invocado sobre la vida del creyente, en hebreo significa “belleza, suavidad, encanto, dulzura”. Sí, Dios ha elegido nuestra frágil existencia para manifestar al mundo su belleza, su suavidad, su dulzura.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.