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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 12 de febrero

Homilía

El pasaje del Evangelio de Mateo que se nos anuncia este domingo continúa la lectura del sermón de la montaña con la sección denominada “Discurso de las antítesis”, donde se plantea el problema decisivo de la relación entre Jesús y la ley, entre el Evangelio y las normas éticas. Con una frase que parece un estribillo, todo a lo largo de los versículos 17-37 parece que Jesús tome una postura drástica contra la Ley: “Habéis oído que se dijo… Pues yo os digo…” En realidad añade enseguida: “No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento”, y es precisamente el “cumplimiento” de la Ley el corazón de este pasaje evangélico. Para Jesús cumplir la Ley quiere decir hacerse “perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (v. 48). Teniendo presente este exigente objetivo no sorprende escuchar la advertencia que abre la lectura de hoy: “Porque os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos”. Significa que ser buenos como los fariseos vale lo mismo que no serlo en absoluto. La justicia de los fariseos es considerada por Jesús en tan poco que ni siquiera basta para entrar en la salvación. Es un juicio muy duro, que no puede dejar de causarnos estupor si se tiene en cuenta que el fariseísmo de aquel tiempo a los ojos de la mayoría era una cosa totalmente respetable y respetada.
Y sin embargo la justicia de los discípulos del Evangelio debe ser muy superior a la de los fariseos. Jesús no pretende hablar aquí de una mayor cantidad de preceptos a observar; en otra parte del Evangelio critica por esto a los fariseos: “¡Ay también de vosotros, que imponéis a los hombres cargas intolerables!” (Lc 11, 46). Él habla de una justicia distinta, que no debe confundirse con la del plano legislativo. La justicia de la que habla Jesús va unida a la forma de actuar de Dios, que no se comporta como una fría calculadora que hace el balance entre el debe y el haber, las culpas y los méritos. Dios actúa con un corazón grande y misericordioso. Podríamos decir que la justicia de Dios consiste en ir más allá de todo límite, incluso el de la ley. El problema no reside en la relación entre precepto y observancia, sino entre amor e indiferencia, o si se quiere entre calor y frialdad. En realidad no está en juego la mera observancia de las leyes, que es simplemente una especie de primer peldaño en la escala de la convivencia, sino la vida misma de la comunidad.
El primer tema que toca Jesús se extrae del quinto mandamiento: “Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal”. Como se ve claramente no se trata de una nueva casuística (con el añadido de las otras dos situaciones, llamar al hermano imbécil y renegado), o una nueva praxis jurídica quizá más severa que la precedente, sino una forma nueva de entender y de practicar el mandamiento de “no matarás”. Lo que está en juego son las relaciones entre nosotros, y la relación con Dios. Las primeras –quiere decir Jesús- son importantes hasta el punto de decidir el propio destino final. Es una manera distinta de decir que el amor, entre nosotros y hacia Dios, es el cumplimiento de la Ley. En ese sentido se trata de pasar, incluso verbalmente, de un precepto en negativo a la afirmación del primado del amor. Por ello suena muy lejos del Evangelio ese dicho popular que escuchamos tantas veces: “No he hecho mal a nadie, tengo la conciencia tranquila”. No es una cuestión de no hacer mal a nadie, sino más bien de hacer el bien. El amor es la justicia que se pide a los discípulos del Evangelio.
Jesús llega a decir: “Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano”. No dice “si tienes algo contra tu hermano”, sino “si tu hermano tiene algo contra ti”, para indicar que la reconciliación debe hacerse aunque la culpa sea del otro y no nuestra. En definitiva, Jesús pide incluso que se interrumpa el acto supremo del culto para restablecer la armonía del perdón y de la amistad. La “misericordia” vale más que el “sacrificio”; el culto, entendido como signo de la relación con Dios, no puede prescindir de una relación humanamente seria y amistosa entre los hombres. En este contexto debe entenderse también la siguiente afirmación: “Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón”.
Llega después la cuestión del juramento: “Habéis oído también que se dijo a los antepasados: No perjurarás... Pues yo os digo que no juréis en modo alguno”. La propuesta evangélica excluye cualquier forma de juramento en su doble modalidad, religiosa y social. El juramento se concibe como un abuso de la autoridad de Dios, que es llamado a cubrir la falta de veracidad de las palabras y los compromisos humanos. El Señor ha creado al hombre con la dignidad de la palabra (por desgracia, aunque lo han exigido motivos históricos, la práctica cristiana ha instituido incluso canónicamente el juramento). Jesús dice: “Sea vuestro lenguaje: Sí, sí' no, no': que lo que pasa de aquí viene del Maligno”. Jesús cree verdaderamente en la palabra de los hombres. Así concluye el pasaje evangélico de este domingo, que nos remite al origen de la palabra evangélica, en su novedad y su fuerza: ¿quién se atrevió jamás a pronunciar palabras como éstas? El apóstol Pablo afirma que se trata de una “sabiduría que no es de este mundo”, y añade: “Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que lo aman. Porque a nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu” (1 Co 2, 9). A los creyentes se les hace entrega de una nueva “ley”, hecha no de normas o disposiciones jurídicas sino de un corazón nuevo, de un espíritu nuevo.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.