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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 19 de febrero

Homilía

Las antítesis del discurso de la montaña tocan incluso el conocido tema de la venganza y del amor por los enemigos. Una de las más famosas es la que se conoce con el eslogan de “poner la otra mejilla”: “Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pues yo os digo: -continúa Jesús- no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra”. Jesús se une a la antigua ley del talión. Esta norma bíblica, al contrario de lo que generalmente se piensa, era una disposición benéfica a su manera; en realidad tendía a mitigar y regular la venganza. En la antigüedad –y por desgracia ocurre a veces también hoy- la venganza era ilimitada, implacable y feroz, y para que fuera satisfecha se podía ejercer indiferentemente sobre el culpable (verdadero o presunto), sobre un pariente, o una persona de su grupo. Se presentaba sin duda como una de las formas más despreciables de relaciones humanas; ¿cómo no compararla –dando un salto hasta nuestros días- al estilo de la mafia o de la camorra? La ley venía a poner un límite introduciendo el principio de la proporcionalidad, para llevar a cabo la justicia como reintegración del derecho vulnerado. A un daño se le da la reparación proporcional: un diente por un diente, un ojo por un ojo, un pie por un pie, y así sucesivamente. Esta ley era, en definitiva, un freno al instinto salvaje del hombre.
Pues bien, también ante esta legislación que sin embargo tenía su sentido, Jesús lo trastoca todo y presenta una visión totalmente distinta, nueva: no sólo no hay que vengarse sino ni siquiera oponerse al malvado. ¿Qué sucede entre nosotros? Si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha (parece que en el ambiente judío una bofetada en la mejilla derecha era considerado algo especialmente ultrajante), tú instintivamente, es decir, de forma inmediata, reaccionas para devolver la agresión. Jesús te para y te dice: “¡No! Ofrécele la otra mejilla, verás que desistirá; y en cualquier caso no respondas con otro mal porque de esa manera el mal se prolongaría hasta el infinito”. La actitud sugerida se inspira en el modelo del “siervo doliente” de Isaías, que no esconde la cara a insultos y salivazos (Is 50, 6). Jesús quiere derrotar la mentalidad que hay detrás de la norma del derecho a la venganza. Ese “derecho” responde en realidad a una convicción fuertemente arraigada en el corazón de cada uno de nosotros: lo que me haces yo te lo hago a ti. Es una lógica perversa que, en su fría ecuanimidad, no ha eliminado ni eliminará nunca la injusticia. De hecho si pagas al otro con la misma moneda no eliminas la raíz de la enemistad; al contrario, haces que arraigue más profundamente. El mal mantiene toda su fuerza aunque sea distribuido de forma ecuánime; el mal –y aquí está la fuerza de esta página evangélica- se vence si es arrancado hasta la raíz, situada en el corazón de los hombres.
Por ello Jesús propone una vía de superación a través de una actitud de amor sobreabundante. El mal no se vence con otro mal sino con el bien, y Jesús lo muestra con algunos ejemplos sacados de la vida cotidiana. Si tienes un pleito con alguien que te quiere quitar la túnica déjale también la capa; si te obligan a caminar una milla haz espontáneamente dos como una concesión; y si te piden un préstamo no te niegues nunca a darlo. A todos nosotros estos consejos nos parecen totalmente imposibles; parece que dejarse abofetear también la otra mejilla sea una vocación de masoquistas o de espíritus angelicales, que no tienen mejillas. ¿Y quién se deja despojar? ¿Quién acepta perder todavía más tiempo con quien te pide perder un poco? Una vez más vuelve a nuestra mente la objeción de costumbre: la vida del Evangelio no es para mí. Si acaso –y esto lo podemos conceder porque no nos concierne- es una cosa para personas especiales. No, no es así. Quien hace la prueba de poner en práctica esta página evangélica se da cuenta de la riqueza de humanidad encerrada en las palabras del Señor. Las afirmaciones sobre la justicia nueva y sobreabundante que nos propone Jesús aparecen nuevamente confirmadas si continuamos la lectura del capítulo quinto del Evangelio de Mateo.
Jesús dice: “Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos”. Con una frase el profeta de Nazaret borra de su vocabulario la palabra enemigo para que sólo quede la palabra prójimo, y querría que sus discípulos hicieran lo mismo. Es como decir que para el cristiano no existen enemigos, todos son prójimo. No hay duda que un Evangelio que pide perdonar toda ofensa es un Evangelio extraño, distinto de la forma de pensar habitual. Pero si además pretende que se ame a los enemigos, parece convertirse en algo demasiado extraño e impracticable. Más aún, Jesús añade que es necesario también rezar por los que nos persiguen. De ello dará ejemplo en la confesión: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). En realidad en el Antiguo Testamento no está escrito que haya que odiar a los enemigos, aunque el deber fundamental del amor por el prójimo se restringía sólo a los que pertenecían al pueblo de Israel y a los que vivían en Palestina aunque fueran extranjeros. Hay que tomar ejemplo incluso de esta norma veterotestamentaria, dada la dureza y la inhospitalidad de nuestros países hacia los extranjeros. Si hay que amar incluso a los enemigos, cuánto más se debe querer a quien se ve empujado por el hambre o la guerra a dejar su casa, su familia, su tierra.
Jesús quiere ensanchar el corazón de los hombres hasta los últimos confines, y hacerles superar incluso los que nos hacen enemigos unos de otros. Este tipo de amor se convierte en cierto modo en el criterio para comprender la nueva enseñanza de Jesús; toca el misterio mismo de Dios, el modo de ser y de actuar de Dios. De hecho Jesús parte precisamente de la forma de actuar de Dios para explicar su enseñanza. Dios –dice Jesús- hace salir el sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia sobre justos e injustos, independientemente de los méritos o deméritos de los individuos. A todos les distribuye sus dones; hace que no le falte nada a nadie, independientemente de la raza, pueblo o fe a la que pertenezca. Está escrito que en Dios “es imparcial” (Rm 2, 11), las distinciones las hacemos nosotros. El Señor no paga con el bien a los buenos y con el mal a los malvados. Sobre todos ellos hace salir su sol. De ese modo rompe la lógica del amor corporativo e interesado, a favor de un amor gratuito y universal que sabe abrirse a los extranjeros y los marginados. Continúa Jesús: “Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos?” La invitación de Jesús es elevada: “Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial”. Vincula la perfección a la caridad, al amor sin límites, y el mismo Jesús nos ha dado ejemplo. Por ello la imitación de Cristo, hombre nuevo, modelo de verdadera humanidad, se convierte en el camino simple que el Evangelio pone al alcance de cada uno de nosotros.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.