ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 25 de febrero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 102 (103), 13-18

13 Como un padre se encariña con sus hijos,
  así de tierno es el Señor con sus adeptos;

14 que él conoce de qué estamos hechos,
  sabe bien que sólo somos polvo.

15 ¡El hombre! Como la hierba es su vida,
  como la flor del campo, así florece;

16 lo azota el viento y ya no existe,
  ni el lugar en que estuvo lo reconoce.

17 Pero el amor del Señor es eterno
  con todos que le son adeptos;
  de hijos a hijos pasa su justicia,

18 para quienes saben guardar su alianza,
  y se acuerdan de cumplir sus mandatos.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El salmo 102 –del que la liturgia de hoy nos hace cantar algunos versículos de la segunda parte- es un himno al amor de Dios, que se compara a la ternura que el padre siente por sus hijos: “Como un padre se encariña con sus hijos, así de tierno es el Señor con sus adeptos” (v. 13). El salmista no teme presentar al Dios de Israel con el rostro de un padre compasivo que se inclina sobre los hombres, como hizo al comienzo de la liberación de Israel de la esclavitud de los egipcios a través de Moisés: “Manifestó a Moisés sus caminos” (v. 7). Desde entonces el Señor ha acompañado a su pueblo con poder y fuerza, sin abandonarlo jamás. Como tampoco abandonó nunca la alianza con su pueblo cuando éste se alejaba de Él –lo que ocurría con increíble frecuencia-, y ni siquiera en esas ocasiones dejó que su ira prevaleciera. Escribe el libro del Éxodo: “El Señor pasó por delante de él y exclamó: «El Señor, el Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad»” (Ex 34, 6). El salmista –como para subrayar esta actitud misericordiosa de Dios- canta: “El amor del Señor es eterno… de hijos a hijos pasa su justicia” (v. 17). Hay una especie de entusiasmo en las palabras del salmista por la grandeza del amor de Dios: “Como se alzan sobre la tierra los cielos, igual de grande es su amor con sus adeptos” (v. 11). El salmista no ignora la fragilidad del hombre, y canta que el Señor “conoce de qué estamos hechos, sabe bien que sólo somos polvo” (v. 14). Y el creyente debe ser consciente también de su fragilidad, de su radical debilidad: “Como la hierba es su vida, como la flor del campo, así florece; lo azota el viento y ya no existe” (vv. 15-16). Sin embargo no es una visión angustiosa la del salmista; al contrario, es precisamente la debilidad del hombre la que explica el amor de Dios y su ternura hacia nosotros. En efecto, nuestra debilidad mueve a compasión el corazón del Señor y lo impulsa a inclinarse hacia nosotros y tomarnos bajo su protección. Dios ha elegido el polvo que somos para darnos amor y perdón. Es lo que hace ya al inicio de la creación, cuando escogió el polvo para formar a Adán e insuflar la vida en él. Dios se acuerda de “que somos polvo”, y por ello permanece junto a nosotros para siempre. El salmista nos recuerda que la justicia de Dios no es para condenar sino para ejercer su misericordia con quien se confía a Él, con quien pone en Él su salvación: “Pero el amor del Señor es eterno con todos que le son adeptos; de hijos a hijos pasa su justicia, para quienes saben guardar su alianza” (vv. 17-18).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.