ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

VIII del tiempo ordinario
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 26 de febrero

Homilía

Jesús dice a los discípulos: “No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?”. Son palabras muy claras que deberían hacernos reflexionar sobre cómo la mayoría de nosotros piensa en su propia vida, en las preocupaciones que hay en nuestro presente y en nuestro futuro. ¿No nos dejamos llevar por la angustia del hoy y del mañana? El Evangelio nos invita a mirar a los pájaros del cielo y a maravillarnos de cómo les ayuda el Señor. Pues si así sucede con los pájaros, que sin duda cuentan mucho menos que las personas, ¿cuánto más sucederá con nosotros? Y sin embargo vivimos preocupándonos precisamente por las cosas que en cualquier caso no faltarían en nuestra vida, aunque no nos ocupáramos de ellas. “Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura”. Vosotros –parece afirmar el Evangelio- habéis nacido para el Señor; Él lo sabe bien, y aprecia mucho vuestra vida, más de lo que la apreciáis vosotros mismos. Vosotros habéis sido hechos para Él y para los hermanos. Y sin embargo, de esta verdad fundamental que es el sentido mismo de la vida, nosotros nos ocupamos muy poco (y nos preocupamos mucho menos). Si muchos permanecen sin comida y sin vestido es porque otros no buscan el reino de Dios y su justicia, sino más bien su propio interés.
Jesús, al comienzo de este pasaje evangélico, aclara que nadie puede servir a la vez a dos señores con un servicio total, pues “aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero”. Vuelven a la mente las palabras del Deuteronomio que definen el “servicio” al único Señor en estos términos: “Amarlo con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas” (Dt 6, 4-5). Y en nombre de esta dedicación total a Dios se contesta la idolatría, que es precisamente “servir” a otros dioses, otros señores. Es la pretensión de un derecho absoluto por parte de Dios. No es difícil que nos parezca excesivo, y basándonos en nuestros calculados juicios, nuestra medida y prudente gestión de los sentimientos, ciertamente así lo sentimos. Y así es: Dios es excesivo, pero es el exceso de amor el que da razón a su pretensión. Aparece muy claro en las palabras del profeta Isaías: “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido” (Is 49, 15). Una madre no se olvida nunca de su hijo pequeño; pues bien, aunque absurdamente una madre obrase así, el Señor no lo haría nunca. Por esto, y sólo por esto, el salmista dice: “Sólo en Dios encuentro descanso” (Sal 62, 2).
Este pasaje evangélico no es, obviamente, una especie de manifiesto contra la civilización del trabajo, o un llamamiento nostálgico a la despreocupación de la vida en un romántico marco natural. Jesús se dirige a los discípulos para invitarles a vivir con radicalidad e integridad su relación con Dios. Someterse al ídolo de la riqueza (y cada uno tiene su propio ídolo) comporta vender el alma al nuevo amo. El dinero, las ganancias, la riqueza, son ídolos efímeros, y sin embargo suficientes como para gastar toda su vida por ellos. Servir al dinero es por tanto perder la vida tras el encanto de lo efímero. La advertencia de Jesús es sabia y grave: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura”. Es necesario buscar ante todo el reino de Dios, que es bondad, misericordia, justicia, fraternidad, amistad; esto es lo esencial de donde deriva todo lo demás. La riqueza nos ofrece cualquier otra cosa menos lo esencial, y además es exigente, no perdona. Si buscamos ante todo el reino de Dios el resto llegará, para nosotros y para tantos otros que no tienen siquiera lo necesario.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.