ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 5 de marzo

Homilía

Con la liturgia de la ceniza del miércoles hemos iniciado el camino cuaresmal. Esas cenizas nos han recordado que en realidad somos polvo: es polvo nuestro orgullo, nuestra seguridad, nuestro deseo de prevalecer, nuestro protagonismo, nuestro afanarnos para nosotros mismos. Pero a la vez se nos ha recordado que el Señor se ha inclinado sobre estas cenizas que somos para que pueda encenderse de nuevo un fuego de liberación. Abrahán, en la hora de la intercesión, dijo al Señor: “¡Mira que soy atrevido de interpelar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza!”. De aquel polvo nacía una oración para salvar la ciudad. Y el Señor se inclinó hacia Abrahán y escuchó su oración. Distinta es la situación narrada al comienzo del libro del Génesis, y que se refiere a Adán y Eva. Hemos escuchado que Dios les había puesto en un jardín que él mismo había plantado, para que vivieran en la alegría y la paz. Pero ellos olvidaron su debilidad y el hecho de ser polvo, y prefirieron escuchar la voz de la serpiente tentadora que les empujaba al orgullo de ser como Dios. Y a pesar de haber conversado tantas veces con Dios –a quien también le encantaba pasear y conversar con ellos-, prefirieron obedecer a la serpiente. Su corazón se llenó del orgullo sugerido por ésta y desobedecieron a Dios. Así acabaron fuera del jardín, solos consigo mismos, desnudos y llenos de miedo.
Esta antigua historia no se limita al origen del mundo; en realidad es la historia banal y triste del hombre cada vez que elige seguir las insinuaciones del orgullo y de la satisfacción por uno mismo, olvidando la compañía de Dios y su palabra. De ese modo se acaba siempre desnudo de afecto, de amistad, del sentido mismo de la vida. La voz de la serpiente es persuasiva e insidiosa, y lo corrompe todo, de forma que hasta los más íntimos se convierten en enemigos. Nacen entonces los odios, las guerras, la violencia, las injusticias, y los pueblos hermanos que se combaten con ferocidad. El jardín que Dios había plantado se convierte en un desierto de vida y de amor. El Señor, sin embargo, no abandona a su pueblo, y en su compasión va tras él hasta alcanzarlo en el desierto. Es lo que el evangelio de Mateo nos anuncia hoy. Sí, el Señor Jesús ha ido al desierto y se ha quedado allí por cuarenta días. El evangelista señala que no fue una elección autónoma de Jesús, una iniciativa particular: “Fue llevado por el Espíritu al desierto”. Jesús se dejó guiar por ese Espíritu que había descendido sobre él en el momento del Bautismo. El joven profeta de Nazareth no había venido para cumplir su voluntad sino la del Padre. La obediencia de Jesús era necesaria para darle un curso distinto a la historia humana, marcada por la desobediencia de Adán. El apóstol Pablo lo escribe a los romanos: “Así como por la desobediencia de un hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno todos serán constituidos justos” (Rm 5, 19). Jesús, el obediente al Padre, ha venido a nosotros y nos pide que le acompañemos en este tiempo, en estos cuarenta días. No apartemos nuestra mirada de él, que entra en el desierto de nuestro mundo no como un hombre fuerte y poderoso, sino precisamente como hombre obediente, bueno, manso y humilde de corazón. Es de este modo como afronta la lucha contra el príncipe de este mundo, que no cesa de tentar a los hombres para que se alejen del diseño de amor de Dios, ni de hacer que el desierto sea cada vez más desierto.
Las tres tentaciones de las que habla el evangelista vienen a significar la constancia del tentador en el asediar a Jesús, y la indispensable lucha que se debe emprender. Jesús se ha hecho similar a los hombres, similar a nosotros incluso en las tentaciones, para ayudarnos a luchar contra el mal y hacer prevalecer el amor de Dios. El diablo, escribe el evangelista, se acercó a Jesús cuando estaba ya extenuado después de cuarenta días de ayuno, empujándole a transformar las piedras en pan. Jesús habría tenido motivos más que suficientes para ceder. ¿Qué hay más normal que exhortar a que coma al que tiene hambre? ¿No se debe pensar primero en uno mismo antes que en los demás? Pero Jesús –que después multiplicará el pan para cinco mil- no piensa en alimentarse a sí mismo. Más bien responde al tentador con la única fuerza verdadera del creyente, la que brota de la Palabra de Dios. Sólo ella alimenta de verdad el corazón y derrota la búsqueda del bienestar para uno mismo: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4, 4).
Jesús se deja llevar después al pináculo del templo. “Tírate abajo, porque está escrito: A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna”. Podríamos decir que es la tentación de afrontar la vida sin el cansancio de caminar con los demás, la tentación del protagonismo, de no ver a nadie más que a uno mismo; la tentación de pretender que todo gire entorno a nosotros, y de que todos, incluso los ángeles, nos sirvan. Pero el Señor no quita la responsabilidad de trabajar junto a los hermanos y hermanas.
El tentador continua, y tras haber llevado a Jesús a la cima de un monte y mostrarle “todos los reinos del mundo y su gloria”, le dice: “Todo esto te daré”. Es la tentación del poder, de poseer las cosas. Jesús proclama su libertad afirmando que sólo se postra uno ante Dios. “Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a él darás culto”. En cambio, ¡cuántas veces los hombres acumulan cosas pensado usarlas para sí mismos, y finalmente acaban siendo sus esclavos, llegando a destruir la propia vida y la de los demás, sobre todo de los más débiles! En el desierto de nuestro mundo Jesús viene a reafirmar el primado de Dios y de su reino de amor. Por tres veces –es decir, siempre- repite: “Está escrito…”. Es con el Evangelio, propuesto una y otra vez sin descanso a uno mismo y al mundo, que se derrota al príncipe del mal hasta alejarlo. No es con la propia fuerza sino únicamente con la del Evangelio que se arranca de raíz el mal del corazón y se derrota el poder del diablo. Unámonos a Jesús, obediente, manso y humilde de corazón, para gritar al antiguo tentador: “Apártate, Satanás”. El Señor ha elegido esta ceniza que somos para ser una nueva fuerza, una nueva profecía que haga retroceder el desierto de nuestro mundo para que crezca una nueva vida. El desierto se transformará en un lugar poblado de nuevo, como ocurrió con Jesús, que vió a los ángeles acudir a servirlo. También hoy, si vivimos este tiempo como Jesús vivió aquellos cuarenta días, el desierto se poblará de hombres y mujeres que, como ángeles, se acerquen a los débiles y los pobres, y les sirvan. Este tiempo es un tiempo oportuno para estar junto al Señor, para acoger su Evangelio en el corazón e imitarlo en su lucha contra el mal, transformando así el desierto en un jardín de consolación y de amor.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.