ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 12 de marzo

Homilía

El tiempo cuaresmal es un tiempo oportuno para reconsiderar nuestra relación con Dios, es el tiempo del retorno a Él. La Iglesia nos invita a levantar los ojos de nosotros mismos para dirigirlos hacia el Señor. Es el sentido del ayuno, tanto del cuerpo como del corazón. Se nos invita a ayunar de nuestra saciedad, de nuestra autorreferencialidad, de nuestro resignado modo de vivir. El ayuno se acompaña de una escucha más intensa y continuada de la Palabra de Dios, que en este tiempo se nos ofrece en mayor abundancia. De hecho sabemos bien que cada vez que olvidamos el Evangelio nuestros ojos se vuelven opacos, nuestro corazón se endurece y nuestros pasos se hacen más lentos. La Cuaresma nos devuelve los ojos para ver al Señor, y el corazón para crecer en el amor.
Es el Señor mismo el que viene a nuestro encuentro y nos toma de la mano para conducirnos a un lugar más elevado, más cercano al cielo. Así hizo con Abrahán, como hemos escuchado en el libro del Génesis, cuando le indicó un nuevo camino a seguir: “Vete de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré”. Abrahán obedeció y se encaminó hacia la tierra que se le había indicado. Para él no fue una partida sin sentido, sin una meta: el Señor le indicó una meta alta, grande, inimaginable para él. Le dijo: “De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre… Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra”. El Señor llamaba a Abrahán a participar en su gran sueño para el mundo: reunir un gran pueblo para dar testimonio de su amor a todos los linajes de la tierra. Era una llamada a colaborar en el proyecto mismo de Dios.
Es lo que sucedió ese día en que Jesús “toma consigo” a Pedro, Santiago y Juan y “los lleva aparte, a un monte alto”. Lo hizo con ellos tres, y lo continúa haciendo también con nosotros. La santa liturgia, a la que todos estamos llamados a participar, es ese monte alto al que el mismo Señor nos conduce. El evangelista escribe que esto sucedió “seis días después”, como queriendo indicar ese momento litúrgico que tiene lugar al final de la semana. Los “seis días” de la creación han pasado y ha llegado el día del reposo. Por seis días el Señor ha caminado con los discípulos. No ha elegido recorrer solo los caminos del mundo; no ha querido ser un héroe solitario, que se complace en las cosas que hace o que se enorgullece de los éxitos obtenidos. Jesús ha elegido caminar con aquel pequeño grupo de hombres. Sabía bien que eran débiles, frágiles, limitados y limitantes, pero quizá precisamente por esto ese día los tomó consigo y subió a un monte alto. La tradición espiritual quiere que este segundo domingo de Cuaresma contemplemos la Transfiguración, para ver desde este momento el fin del camino, la Pascua, y no frenar el proceso de conversión.
El Señor sabe bien que somos débiles y frágiles, y que necesitamos su ayuda, por eso nos revela su rostro luminoso y transfigurado. ¡Cuántas veces olvidamos ese rostro; cuántas veces no escuchamos lo que sale de su boca! Jesús, buen pastor, nos hace subir más alto, para estar más cerca del cielo y ver mejor su rostro, su sueño, el de transfigurar el mundo entero. Y he aquí que la santa liturgia se convierte, junto con la oración común, en nuestro Tabor, el lugar y el momento de la transfiguración. Lucas, en el pasaje paralelo, subraya que la transfiguración ocurrió mientras Jesús oraba. Mateo no señala esta circunstancia, pero en los Evangelios es normal encontrar que Jesús subía a un monte para orar. Y en seguida escribe que Jesús, una vez en el monte, “se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”. No es aventurado pensar que Jesús, cada vez que rezaba, en cierto modo se transfiguraba; que cambiase de aspecto cuando se encontraba de una manera tan directa con el Padre. En una ocasión los apóstoles se dieron cuenta de ello y fue cuando le pidieron a Jesús: “Enséñanos a orar”.
Cada vez que los discípulos están en presencia de Dios y escuchan la Palabra del Hijo, el amado, sucede la transfiguración. Queridos hermanos y hermanas, cada vez que participamos en la santa liturgia y escuchamos la voz del Hijo, el amado, somos transfigurados también nosotros. Nuestro corazón se ve moldeado según el del Señor, nuestro rostro se vuelve más parecido al del Maestro: rostros más tranquilos, más alegres, más iluminados de fiesta, más transparentes de esperanza y de confianza. Incluso los vestidos emiten una luz nueva; sí, nuestra vida manifiesta más claramente el Evangelio, hace más evidente la misericordia y el amor del Señor. Sí, sobre el monte de la oración vemos el rostro de Jesús transfigurado, que se convierte para nosotros en la fuente de nuestra transfiguración. Nosotros deberíamos reflejarlo al mundo, sin distorsionarlo ni difuminarlo. Ese rostro muestra que el Señor no se ha resignado al realismo triste; por el contrario, muestra el empeño del Padre por transfigurar nuestra vida y la de los pobres; por transfigurar la condición dramática de los países aplastados por la guerra y el hambre; la pasión por transfigurar el cuerpo lacerado por la enfermedad y devolver un rostro alegre a los que siguen a Jesús por el camino del amor.
En la liturgia podemos unirnos a Pedro y exclamar: “Señor, bueno es estarnos aquí”. Sí, es hermoso estar aquí, envueltos por la luz del Señor, rodeados de cantos de fiesta, recibiendo las enseñanzas de su Palabra, alimentados de la Santa Eucaristía para ser transformados en un solo cuerpo. Y también nosotros, al final, nos sentiremos tocados por el Señor: “Levantaos, no tengáis miedo”. Los tres, señala el evangelista, “no vieron a nadie más que a Jesús solo”. Y retomaron su camino bajando hacia la llanura de las multitudes cansadas y exhaustas. Comprendieron mejor que bastaba sólo con Jesús. También nosotros, al final, retomamos el camino para comunicar el Evangelio, llevando a Jesús con nosotros, conscientes de que sólo él nos basta, sólo él nos transfigura. Que nuestros ojos no se cansen de ese rostro, para conocerlo todavía más y amarlo más intensamente. Siguiéndolo día a día veremos nuestro corazón transfigurarse y su sueño ensancharse hasta los confines del mundo.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.