ORACIÓN CADA DÍA

Domingo de Ramos
Palabra de dios todos los dias

Domingo de Ramos

Domingo de Ramos
Recuerdo de María de Cleofás, que estaba con las otras mujeres al pie de la cruz del Señor. Oración por todas las mujeres que siguen al Señor en cualquier parte del mundo, con coraje y en medio de las dificultades. Recuerdo de Dietrich Bonhoeffer, asesinado en 1945 por los nazis en el campo de concentración de Flossenburg.
Leer más

Libretto DEL GIORNO
Domingo de Ramos
Domingo 9 de abril

Homilía

Con esta celebración santa somos acogidos en la semana santa de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Al comienzo de la liturgia, el Evangelio de Mateo nos ha anunciado, la entrada de Jesús en Jerusalén sentado sobre un pollino. Nunca antes lo había hecho, pero había llegado la hora en la que debía mostrarse como el verdadero pastor de Israel, el rey del que hablaban las Escrituras: “Que viene a ti tu rey… Montado en un asno”, escribió el profeta Zacarías (Za 9,9). Los discípulos y una multitud que poco a poco aumentaba acompañaban a Jesús, extendían los mantos por el camino y agitaban ramos de palmeras y llenos de alegría cantaban: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”. También nosotros hemos imitado a los discípulos y a aquella multitud al acompañar a Jesús. Él entra de nuevo en nuestras ciudades.
El evangelista observa que cuando Jesús entró en Jerusalén “toda la ciudad se conmovió”. Sucedió lo mismo cuando nació Jesús. El Evangelio provoca siempre conmoción. Los habitantes de Jerusalén, sorprendidos por aquel séquito de personas tan alegres, preguntaron: “¿Quién es
éste?”; y la respuesta vino de aquel pueblo de discípulos, de la primera y de la última, que acompañaban a Jesús: “Este es el profeta Jesús, de
Nazaret de Galilea.”, dijeron. Jerusalén escuchaba el anuncio de que el profeta Jesús estaba entrando, venía de Nazaret, de la lejana Galilea. Entraba como rey para liberar al pueblo de Israel de toda esclavitud. Podríamos decir que Dios mismo ha descendido para liberar a su pueblo de la esclavitud del pecado y de la muerte.
Y desde entonces el Señor sigue entrando en las ciudades de los hombres para liberarles de todas las esclavitudes; y no entra solo sino con un pueblo de discípulos que proclaman con alegría al profeta Jesús. También hoy Jesús entra en nuestras ciudades con su pueblo, con nosotros sus discípulos en fiesta. Sí podríamos decir que es el pueblo de la alegría del Evangelio. Es un pueblo alegre que acompaña al liberador. Jesús no tiene el rostro de un poderoso o de un fuerte, sino de un hombre manso y humilde de corazón; y no entra para afirmar su fuerza o para salvarse a sí mismo, sino para liberar a los hombres de la esclavitud del pecado y de la muerte. De hecho carga sobre sus espaldas la cruz de todos, especialmente la de los pobres, para llevarla sobre el calvario. El apóstol Pablo se lo recuerda a los filipenses: “y apareciendo en su porte como hombre, se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz”. Sí, la cruz es la conclusión del camino de Jesús. Lo había dicho: “No es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén”; y la liturgia de este domingo, haciéndonos escuchar uno después de otro el Evangelio de la Entrada y el de la subida al Calvario, nos hace vivir la paradoja de la alegría en comunicar el Evangelio y la pasión del amor; no hay separación entre la misericordia y la cruz, entre el amor y perder la propia vida, entre el rostro bueno que entra en la ciudad y el rostro sufriente de lo alto de la cruz. En los días que siguen parece cambiar todo: no habrá más Hosannas y oiremos el grito “¡Sea crucificado!”, ya no está la multitud alegre sino una muchedumbre enfurecida que elige a Barrabás e insulta a Jesús. Solo una cosa no cambia: el rostro de Jesús que permanece bueno, misericordioso, lleno de amor. Es un amor que los sacerdotes, los escribas y los fariseos no comprenden, pues están muy llenos de su religiosidad fría y sin misericordia. Para ellos la cruz representa la derrota definitiva del profeta de Nazaret. Todo parece realmente acabado: Jesús ya no puede ni hablar ni curar; y todos se burlaban de él bajo la cruz: “A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse” También los ladrones crucificados con él hacían lo mismo. Pero en aquella cruz el Señor revela hasta dónde llega su amor por nosotros y por todos. Verdaderamente no tiene ningún límite, es un amor que pide amar a los enemigos, rezar por los perseguidores, dar la vida por todos. Aquella muerte por amor rasgó en dos el velo del templo, hizo temblar la tierra y romper las rocas y retiró muchas piedras de los sepulcros, observa Mateo. El amor de Jesús comenzaba a transformar el mundo, a cambiar la tierra y los corazones. El centurión romano y los soldados exclamaron: “Verdaderamente éste era hijo de Dios”. La muerte no había vencido: el amor de Dios ha sido más fuerte. El amor de Jesús es el don de estos días; y nosotros que somos tan analfabetos de este amor invoquémoslo y acojámoslo en nuestro corazón. Es este amor el que nos permite seguir amando a los pobres, estar junto a los vencidos, curar a los enfermos, consolar a quienes sufren, acompañar a los ancianos, hacer crecer en la paz a los pequeños. Es con este amor acogido en el corazón y sembrado en nuestras ciudades con el que podemos vencer al mal y a la muerte y anticipar la venida del reino de Dios. Es la vocación que nos viene como donada de nuevo para que ya no vivamos para nosotros mismos, sino para el Señor y para comunicar su Evangelio en nuestras ciudades hasta los confines extremos de la tierra.
Elevemos los ojos de nosotros mismos y fijémoslos en aquel rostro bueno y manso que no deja de mirarnos. Imitemos a aquellas mujeres que a diferencia de los discípulos se han quedado junto a él sin alejarse jamás. Veremos sus ojos abatidos por el dolor pero siempre llenos de amor y de misericordia por nosotros, por los pobres, por la humanidad entera. Es la gracia propia de estos días, de esta semana santa. Él seguirá mirándonos como hace todos los días desde el icono de este altar y nos tocará el corazón.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.