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Jueves santo
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Jueves santo

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Recuerdo de la Última Cena y el Lavatorio de los pies.
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Libretto DEL GIORNO
Jueves santo
Jueves 13 de abril

Homilía

“Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer" (Lc 22,15), Jesús dice a sus discípulos en el comienzo de su última cena antes de morir. En verdad, para Jesús es un deseo de siempre, y también esa noche quiere estar con los suyos; los de ayer y los de hoy, incluidos nosotros. Es su último día de vida, su última noche, la última vez que está con sus discípulos: les había elegido, cuidado, amado y defendido. Jesús tiene apenas treinta y tres años, está en la plenitud de la vida, sin embargo, en menos de veinticuatro horas yacerá en el sepulcro. Esta tarde el Señor desea ardientemente estar con nosotros. ¿Y nosotros? ¿Deseamos estar cerca de él, al menos un poco? ¿Sabemos ofrecerle un poco de compañía y cariño de los que todavía es capaz nuestro corazón? Si nos fijamos en la realidad, hay que decir que fue siempre él quien hizo de todo para estar cerca de nosotros y para unirnos al Evangelio. Esta noche, la última de su vida, Jesús continúa, en un impulso supremo del amor, uniéndose definitivamente a los discípulos.
Escuchamos en las Sagradas Escrituras que se sentó a la mesa con los Doce, tomó el pan y se lo repartió, diciendo: "Este es mi cuerpo, que se entrega por vosotros". Lo mismo hizo con la copa del vino: "Esta es mi sangre, que se derrama por vosotros." Son las mismas palabras que vamos a repetir en breve en el altar, y será el Señor mismo quien invite a cada uno de nosotros a alimentarse del pan y el vino consagrados. Podríamos decir que Jesús ha "inventado" lo imposible (¿por lo demás, el amor verdadero no sabe crear cosas imposibles?) para quedarse junto a nosotros, para continuar estando cerca de los discípulos de todos los tiempos. No sólo cerca, incluso en el corazón de los discípulos: se convierte en alimento para nosotros, carne de nuestra carne. Aquel pan y aquel vino son el alimento bajado del cielo para nosotros, hombres y mujeres peregrinos por los caminos de este mundo. Aquel pan y aquel vino son medicina y sostén para nuestra pobre vida: curan las enfermedades, nos liberan de los pecados y nos alivian de la angustia y la tristeza, y no sólo, pues nos hacen más parecidos a Jesús, nos ayudan a vivir como él vivía, a desear las cosas que él deseaba. Aquel pan y aquel vino hacen surgir en nosotros sentimientos de bondad, servicio, afecto, ternura, amor y perdón, exactamente los sentimientos de Jesús. La escena evangélica del lavatorio de los pies, que esta tarde se nos ha anunciado, muestra lo que significa para Jesús ser pan partido y vino derramado para nosotros y para todos. Después de comenzada la cena, Jesús se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñe, luego toma un lebrillo con agua, se dirige hacia uno de los Doce, se arrodilla ante él y le lava los pies. Esto lo hace con todos los discípulos, incluso con Judas que va a traicionarlo; Jesús lo sabe, pero se arrodilla igualmente ante él y le lava los pies. Pedro quizá es el último. Nada más ver a Jesús llegar junto a él, reacciona inmediatamente: "Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?". ¡Pobre Pedro, aún no ha entendido nada! No ha entendido que Jesús no está interesado en aquella dignidad que el mundo quiere y busca de forma espasmódica. Jesús, una vez más, se lo explica: “¿Quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve"(Lc 22,27). Jesús ama a sus discípulos y a cada uno de nosotros con un amor ilimitado, en el sentido literal de la palabra, verdaderamente sin fin. La dignidad para Él no está en permanecer en pie, derecho, ante los suyos, sino que su dignidad está en amar a los discípulos hasta el final, en arrodillarse hasta sus pies. Es su última gran lección en vida. Al final del lavatorio dice: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el Maestro' y el Señor', y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros” (Jn 13,12-15).
El mundo nos enseña a estar de pie y exhorta a todos a permanecer así y, si falta espacio, justifica las fuerzas que echan a quien nos obstaculiza o nos produce un impedimento. El evangelio del Jueves Santo exhorta a los discípulos a inclinarse y lavarse los pies los unos a los otros. Se trata de un mandamiento nuevo que no encontramos entre los hombres. No surge de nuestras tradiciones, todas contrarias muy sólidamente. Este mandamiento viene de Dios, es un gran don que recibimos esta noche. Jesús lo ha aplicado por primera vez. ¡Dichosos nosotros si lo entendemos! En la liturgia santa de esta noche, el lavatorio de los pies es solo un signo, una indicación del camino a seguir: lavarnos los pies los unos a los otros, comenzando por los más débiles, los enfermos, los ancianos, los más pobres y los más indefensos . El Jueves Santo nos enseña cómo vivir y desde dónde empezar a vivir: la vida verdadera no es la de estar de pie, derechos, firmes en el propio orgullo; la vida según el Evangelio es plegarse hacia los hermanos y las hermanas, comenzando por los más débiles . Es un camino que desciende del cielo, y sin embargo es el camino más humano que podemos desear. De hecho, todos necesitamos amistad, afecto, comprensión, acogida y ayuda. Todos necesitamos a alguien que se incline hacia nosotros, como también nosotros necesitamos inclinarnos hacia los hermanos y las hermanas. El Jueves Santo es verdaderamente un día humano: el día del amor de Jesús que desciende a lo bajo, hasta los pies de sus amigos. Todos son sus amigos, incluso quien lo va a traicionar. Por parte de Jesús nadie es enemigo, todo para él es amor. Lavar los pies no es un gesto, sino una forma de vivir.
Después de la cena, Jesús se dirige al huerto de los Olivos. Desde este momento no sólo se arrodilla a los pies de los discípulos, baja aun más, si es posible, para demostrar su amor. En el huerto de los Olivos se arrodilla de nuevo, o mejor, se tiende en el suelo y suda sangre por el dolor y la angustia. Dejémonos comprometer al menos un poco por este hombre que nos ama con un amor jamás visto en la tierra, y mientras nos detenemos ante el sepulcro, digámosle nuestro cariño y nuestra amistad. Qué amargas son esas palabras que dijo a los tres que estaban con él en el huerto: "¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo?" (Mt 26,40). Hoy, más que nosotros, es el Señor quien tiene necesidad de compañía y afecto. Escuchemos su súplica: "Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo" (Mt 26,38). Inclinémonos con él y no hagamos que le falte el consuelo de nuestra cercanía. Señor, en esta hora, no te daremos el beso de Judas, sino que como pobres pecadores nos postramos a tus pies y, a imitación de María Magdalena, seguimos besándolos con cariño.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.