ORACIÓN CADA DÍA

Pascua de resurrección
Palabra de dios todos los dias

Pascua de resurrección

Pascua de Resurrección
También las Iglesias Ortodoxas celebran hoy la Pascua.
Leer más

Libretto DEL GIORNO
Pascua de resurrección
Domingo 16 de abril

Homilía

Hemos llegado a la Pascua tras haber seguido a Jesús en sus últimos días de vida. Hemos agitado con alegría las ramas de olivo el domingo pasado para acogerlo cuando entraba en Jerusalén. Le hemos seguido en sus últimos tres días: nos acogió en el cenáculo con un deseo intenso de amistad, hasta el punto de llegar a agacharse para lavar los pies y donarse como pan "partido" y sangre "derramada". Después quiso que estuviéramos con él en el huerto de los Olivos mientras la tristeza y la angustia oprimían su corazón hasta el punto de sudar sangre. La necesidad de amistad se hizo más fuerte, pero sus tres amigos no lo comprendieron y se durmieron, y después, junto a los demás, le abandonaron. Un día después le encontramos en la cruz, desnudo y solo, los guardias le habían despojado de su túnica; en verdad él mismo se había ya despojado de la vida. Verdaderamente se ha dado a sí mismo por completo para nuestra salvación. El sábado ha sido triste, un día vacío también para nosotros. Jesús estaba detrás de aquella piedra pesada, y sin embargo, aunque sin vida, siguió donándola "descendiendo hasta los infiernos", es decir, hasta el punto más bajo posible. Quiso llevar hasta el límite extremo su solidaridad con los hombres.
El Evangelio de la Pascua parte justamente de este límite extremo, de la noche oscura. Escribe el evangelista Juan que "todavía estaba oscuro" cuando María Magdalena fue al sepulcro. Estaba oscuro fuera pero sobre todo dentro del corazón de aquella mujer (como en el corazón de cualquiera que amara a aquel profeta que "todo lo ha hecho bien"); la oscuridad por la pérdida del único que la había entendido: no sólo le había dicho qué tenía en el corazón, sino que sobre todo la había liberado de lo que más la oprimía (escribe Marcos que había sido liberada de siete demonios). Con el corazón triste, María fue al sepulcro. Quizás recordaba los días anteriores a la pasión, cuando le secaba los pies después de habérselos bañado con ungüento precioso, y también los años, pocos pero intensos, que había pasado con aquel profeta. Con Jesús la amistad siempre es fascinante; se podría decir que no se puede seguir a este hombre de lejos, como ha hecho Pedro estos últimos días. Llega el momento de hacer balance y de elegir una relación definitiva. La amistad de Jesús es de las que llevan a considerar a los demás con más atención que a uno mismo: "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15, 12). María Magdalena lo constata en persona aquella mañana cuando aún estaba oscuro. Su amigo está muerto porque la ha amado a ella y a todos los discípulos, incluso a Judas.
Apenas llega al sepulcro ve que la piedra de la entrada, una losa pesada como toda muerte y toda separación, ha sido apartada. Ni siquiera entra; corre de inmediato hacia Pedro y Juan: "Se han llevado del sepulcro al Señor", grita jadeando. Piensa que ni muerto lo quieren, y añade con tristeza: "No sabemos dónde lo han puesto". La tristeza de María por la pérdida del Señor, aunque sea sólo de su cuerpo muerto, es una bofetada a nuestra frialdad y a nuestro olvido de Jesús, incluso vivo. Hoy esta mujer es un gran ejemplo para todos los creyentes. Sólo con sus sentimientos en el corazón podremos encontrar al Señor resucitado.
Son ella y su desesperación los que hacen moverse a Pedro y al otro discípulo que Jesús amaba. "Corren" de inmediato hacia el sepulcro vacío; después de haber empezado juntos a seguir al Señor durante la pasión, aunque de lejos (Jn 18, 15-16), ahora se encuentran "corriendo ambos" para no estar lejos de él. Es una carrera que expresa bien el ansia de todo discípulo, de toda comunidad, que busca al Señor. Quizás también nosotros debamos reemprender la carrera. Nuestra forma de andar se ha hecho demasiado lenta, se ha vuelto pesada tal vez a causa del amor por nosotros mismos, del miedo a resbalar y perder algo nuestro, por el temor de tener que abandonar costumbres ya esclerotizadas. Tenemos que intentar volver a correr, dejar aquel cenáculo con las puertas cerradas e ir hacia el Señor. La Pascua también es prisa. Llegó a la tumba en primer lugar el discípulo del amor: el amor hace correr más rápido. Pero también el paso más lento de Pedro lo llevó a las puertas de la tumba; y ambos entraron. Pedro entró primero y observó un orden perfecto: las vendas estaban en su sitio como si se hubiera sacado de ellas el cuerpo de Jesús, y el sudario estaba "plegado en un lugar aparte". No se percibía señal alguna de manipulación ni robo: era como si Jesús se hubiera liberado solo. No tuvo que deshacer las vendas, como hizo con Lázaro. También el otro discípulo entró y "vio" la misma escena: "vio y creyó", dice el Evangelio. Habían visto los signos de la resurrección y se dejaron tocar el corazón.
Hasta entonces -continúa el evangelista- no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos. Esta es a menudo nuestra vida: una vida sin resurrección y sin Pascua, resignada ante los grandes dolores y los dramas de los hombres, cerrada en la tristeza de nuestras costumbres. La Pascua ha llegado, la piedra pesada ha sido apartada y el sepulcro se ha abierto. El Señor ha vencido la muerte y vive para siempre. No podemos mantenernos cerrados como si no hubiéramos recibido el Evangelio de la resurrección. El Evangelio es resurrección, es renacer a una vida nueva. Y tenemos que gritarlo a los cuatro vientos, comunicarlo a los corazones, para que se abran al Señor. Por tanto, esta Pascua no puede pasar en vano, no puede ser un rito que con mayor o menor cansancio se repite igual todos los años; debe cambiar el corazón y la vida de cada discípulo, de cada comunidad cristiana. Se trata de abrir la puerta al Resucitado que viene en medio de nosotros, como leeremos en los próximos días durante las apariciones a los discípulos. Él deposita en los corazones el soplo de la resurrección, la energía de la paz, la potencia del Espíritu que renueva. Escribe el apóstol Pablo: “Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios” (Col 3, 3). Nuestra vida ha sido unida a Jesús resucitado y hecha partícipe de su victoria sobre la muerte y el mal. Junto al Resucitado entrará en nuestros corazones el mundo entero con sus esperanzas y dolores, como él manifiesta a los discípulos las heridas presentes aún en su cuerpo, para que podamos cooperar con él en el nacimiento de un cielo nuevo y una tierra nueva, donde no hay luto ni lágrima, ni muerte ni tristeza, porque Dios será todo en todos.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.