ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 10 de mayo


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 12,44-50

Jesús gritó y dijo:
«El que cree en mí,
no cree en mí,
sino en aquel que me ha enviado; y el que me ve a mí,
ve a aquel que me ha enviado. Yo, la luz, he venido al mundo
para que todo el que crea en mí
no siga en las tinieblas. Si alguno oye mis palabras y no las guarda,
yo no le juzgo,
porque no he venido para juzgar al mundo,
sino para salvar al mundo. El que me rechaza y no recibe mis palabras,
ya tiene quien le juzgue:
la Palabra que yo he hablado,
ésa le juzgará el último día; porque yo no he hablado por mi cuenta,
sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado
lo que tengo que decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna.
Por eso, lo que yo hablo
lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Evangelio nos muestra a Jesús todavía en el templo mientras habla abiertamente de su misión. Es más, la grita, recordando así la fuerza de los profetas: “El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado”. Jesús se presenta no solo como el enviado del Padre, sino como una sola cosa con Él. Nos introduce en el corazón mismo del mensaje evangélico: él ha venido al mundo como la luz verdadera que revela el misterio de amor escondido en Dios. Finalmente, el Hijo nos lo ha revelado: “Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar”. Jesús, intérprete de Dios, nos explica el amor del Padre. El Creador del cielo y de la tierra quiere la salvación de todos los hombres, sus hijos. Quien escucha las palabras del Hijo se salva, mientras que quien no las escucha o las rechaza será condenado. Se trata de escuchar y custodiar la palabra del Evangelio, es decir, de acogerla y ponerla en práctica, como dijo al final del sermón de la montaña. Jesús habla para salvar, no para condenar; él no desprecia ni la mecha que humea y corre el riesgo de apagarse al más mínimo soplo, ni la caña agrietada que amenaza con partirse de un momento a otro. De hecho, la verdadera condena no viene de la Palabra de Dios, sino de la poca fe que nosotros ponemos en ella: no creemos que pueda cambiar los corazones, que pueda generar sentimientos y acciones nuevas. “El que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quien le juzgue: la palabra que yo he hablado, ésa le juzgará el último día”: más que una condena es una constatación. En efecto, si no acogemos la Palabra de Dios ni la hacemos vida propia, ¿cómo podrá guiarnos, curarnos, hacernos felices? Estaremos condenados a escucharnos solo a nosotros mismos y a permanecer prisioneros de nuestro pequeño horizonte; en cambio, si escuchamos el Evangelio de Cristo, somos introducidos en el misterio mismo de Dios: “Lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí”. Hay como una cadena descendente de amor: el Padre comunica al Hijo la verdad de su amor, y el Hijo a su vez nos la comunica a nosotros. Cada vez que escuchamos la palabra de Dios y nos acercamos a la Eucaristía, somos acogidos en el misterio de la comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El Señor se inclina hasta nosotros para hacernos como Él.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.