ORACIÓN CADA DÍA

Domingo de Pentecostés
Palabra de dios todos los dias

Domingo de Pentecostés

Domingo de Pentecostés
Hoy también celebran Pentecostés las Iglesias ortodoxas.
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Libretto DEL GIORNO
Domingo de Pentecostés
Domingo 4 de junio

Homilía

«Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos con un mismo objetivo» (Hch 2,1). Habían pasado cincuenta días desde la Pascua y ciento veinte seguidores de Jesús (los Doce con el grupo de los discípulos, María y las demás mujeres) estaban reunidos, como solían hacer, en el cenáculo. Tras la Pascua, efectivamente, los discípulos de Jesús no habían dejado de reunirse para rezar, escuchar las Escrituras y vivir en fraternidad. Esta tradición apostólica no se ha interrumpido jamás, desde entonces hasta hoy. No solo en Jerusalén, sino en muchas otras ciudades del mundo los cristianos siguen reuniéndose «todos con un mismo objetivo» para escuchar la Palabra de Dios, para alimentarse del pan de la vida y para continuar viviendo juntos en el recuerdo del Señor.
Aquel día de Pentecostés fue decisivo para aquellos discípulos con motivo de los acontecimientos que tuvieron lugar tanto dentro como fuera del cenáculo. Dicen los Hechos de los Apóstoles que, por la tarde, «de repente vino del cielo un ruido como una impetuosa ráfaga de viento, que llenó toda la casa en la que se encontraban» los discípulos; fue una especie de terremoto que se oyó en toda Jerusalén, hasta el punto de que mucha gente se congregó delante de aquella puerta para ver qué pasaba. Se vio inmediatamente que no se trataba de un terremoto normal. Se había producido un gran temblor, pero no se había derrumbado nada. Fuera no se veían los «derrumbes» que se producían en el interior. Dentro del cenáculo, efectivamente, los discípulos experimentaron un auténtico terremoto que, aunque fue básicamente interior, afectó visiblemente a todos e incluso al entorno. Vieron «unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; se llenaron todos de Espíritu Santo y se pusieron a hablar en diversas lenguas». Fue para todos ellos –para los apóstoles, para los discípulos, para las mujeres– una experiencia que les cambió profundamente.
Pero aquel terremoto interior que cambió el corazón de los discípulos tuvo repercusiones también fuera. Aquella puerta cerrada se abrió y los discípulos empezaron a hablar a la gente que se había congregado allí. La larga y detallada enumeración de pueblos indica la presencia de todo el mundo: están representados todos los pueblos. Mientras los discípulos de Jesús hablan, todos los entienden hablar en su propia lengua: «Les oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios», dicen sorprendidos. Desde aquel día el Espíritu del Señor empezó a superar ciertos límites que parecían insuperables. Pentecostés puso fin a Babel. El Espíritu Santo inauguraba un tiempo nuevo, el tiempo de la comunión y la fraternidad. La Iglesia empieza en Jerusalén, entre el cenáculo y la calle: los discípulos, llenos de Espíritu Santo, vencen su miedo y empiezan a predicar. Jesús les había dicho: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16,13).
El Espíritu vino, y desde aquel día continúa guiando a los discípulos por los caminos del mundo. La soledad, la confusión, la incomprensión, la orfandad y la lucha fratricida, ya no son inevitables en la vida de los hombres, porque el Espíritu ha venido para «renovar la faz de la tierra» (Sal 104,30). El apóstol Pablo, en la Epístola a los Gálatas, exhorta a los creyentes a caminar según el Espíritu para no terminar satisfaciendo los deseos de la carne; «las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, ambición, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras, comilonas y cosas semejantes» (Ga 5,19-21). Y añade: «En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí» (Ga 5,22). El mundo entero necesita esos frutos. Pentecostés es el inicio de la Iglesia. El Espíritu santo ha sido infundido sobre nosotros para que salgamos de nuestras avaricias y de nuestras cerrazones y demos muestra del amor del Señor y anunciemos su Evangelio a todas las criaturas hasta los extremos de la tierra.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.