ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 8 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 127 (128), 1-5

1 Canción de las subidas.

2 Dichosos todos los que temen a Yahveh,
los que van por sus caminos.
3 Del trabajo de tus manos comerás,
¡dichoso tú, que todo te irá bien!
4 Tu esposa será como parra fecunda
en el secreto de tu casa.
Tus hijos, como brotes de olivo
en torno a tu mesa.
5 Así será bendito el hombre
que teme a Yahveh.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La liturgia del día nos hace cantar casi entero el Salmo 127. El salmista empieza con la bienaventuranza del creyente: «¡Dichosos los que temen al Señor y recorren todos sus caminos!» (v. 1), que retoma hacia la mitad: «Con tales bienes será bendecido el hombre que teme al Señor» (v. 4). El temor del Señor no es fruto del miedo, sino de la fe, es decir, de ser conscientes de que estamos ante lo más elevado y valioso que tenemos. Y debemos temer echarlo a perder o, aún peor, olvidarlo. Temer, amar, servir al Señor, según el Deuteronomio, son aspectos complementarios del hombre de fe. El libro de los Proverbios en sus primeros versículos ayuda a entender que para alcanzar la sabiduría es fundamental el temor del Señor: «El temor del Señor es el principio del conocimiento» (Pr 1,7). El hombre que lo cultiva recibirá la bendición del Señor y su vida dará mucho fruto. En un mundo que muchas veces se siente todopoderoso hasta el punto de creerse señor de la vida de los demás y de la creación es muy necesario el temor de Dios. En realidad, aquel que cree ser señor fácilmente se convierte en destructor de sí mismo y de los demás. Un antiguo sabio cristiano, Casiodoro, comentando este salmo, escribía: «Las palabras “Dichoso quien teme al Señor” significan que quien vive en el temor de perder los bienes de este mundo no es dichoso. Estos temores hacen que las personas sean presa de la debilidad y el temor, y así no pueden crecer sino, por el contrario, menguar, no pueden ascender sino caer inexorablemente. El temor de Dios, en cambio, es un ofrecimiento de amor, es principio de caridad, señal de bondad. El temor adecuado alienta al creyente y refuerza al afligido, demostrándoles que no existe alegría sin temor». El salmista no presenta una idea negativa o crítica del bienestar. Más bien habla con entusiasmo del valor del trabajo de nuestras manos; invoca la bendición de Dios para que tengamos bienestar y nuestra vida sea plena. El salmista utiliza la imagen de una familia llena de amor y de vida para mostrar el fruto del temor de Dios. El papa Francisco puso este salmo al inicio de la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia para mostrar la fuerza de una familia que confía en el Señor. Sucede lo mismo con la Iglesia, que es «familia de Dios», y también con toda forma asociada. El temor de Dios ayuda a los hombres a vivir juntos en paz y prosperidad. El Señor da su bendición a quien le teme y confía en él. En el libro de los Números leemos la bendición de Dios a los creyentes: «Que el Señor te bendiga y te guarde; que el Señor ilumine su rostro sobre ti y te sea propicio; que el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,24-26). También nosotros hemos sentido la eficacia de la bendición del Señor. Cuando dejamos que nos guíe la Palabra de Dios, nuestra vida es más humana y somos capaces de hacer el bien. La bendición requiere que el hombre no afronte la vida solo ni únicamente con sus fuerzas, sino que confíe en Dios, que solo quiere favorecernos.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.