ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 10 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Tobías 13,2.6-8

Porque él es quien castiga
y tiene compasión;
el que hace descender hasta el más profundo Hades de
la tierra
y el que hace subir de la gran Perdición,
sin que haya nada que escape de su mano. Si os volvéis a él
de todo corazón y con toda el alma,
para obrar en verdad en su presencia,
se volverá a vosotros sin esconder su faz.
Mirad lo que ha hecho con vosotros
y confesadle en alta voz.
Bendecid al Señor de justicia
y exaltad al Rey de los siglos.
Yo le confieso en el país del destiero,
y publico su fuerza y su grandeza
a gentes pecadoras.
¡Volved, pecadores!
Practicad la justica en su presencia.
¡Quién sabe si os amará
y os tendrá misericordia! Yo exalto a mi Dios
y mi alma se alegra
en el Rey del Cielo.
Su grandeza sea de todos celebrada
y confiésenle todos en Jerusalén.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La liturgia de hoy nos hace rezar con la última oración (la quinta) que encontramos en el libro de Tobías. En los últimos días la liturgia de la misa de cada día nos ha presentado los acontecimientos que narra el libro de Tobías. Hoy, con la lectura del último capítulo, pone en nuestra boca la oración de Tobit que bendice a Dios por los bienes que le ha dado y por la misericordia que le ha dispensado. El anciano padre –que todavía vive en el exilio– sabe que quizás no volverá a ver Jerusalén. Y su corazón no abandona Jerusalén, la ciudad «Casa para siempre» (13,16) del Señor, donde el pueblo puede vivir junto en paz. El sueño de Tobit refleja la aspiración de todo el mundo a vivir en una ciudad de paz. Para los cristianos, la Jerusalén del cielo –tal como la presenta el Apocalipsis– refleja el sueño de que todas las ciudades puedan ser lugares de paz. Hoy, en cambio, sabemos que las ciudades, sobre todo las megalópolis, son lugares de injusticia y de violencia. La visión de Tobit muestra que la ciudad del hombre siempre es frágil y débil pero «nada escapa de la mano del Señor» (13,2). Él es quien hace «descender y subir». Tobit experimenta personalmente la debilidad y la precariedad, siente el aguijón de las adversidades, pero eleva sus ojos a Dios y descubre que «él es nuestro Dios y Señor, nuestro Padre por todos los siglos» (v. 4). Y tras descubrirlo personalmente lo comunica, entre otros, a sus hermanos en la fe: si confían en el Señor en los momentos de oscuridad experimentarán su misericordia. Es bueno depositar la esperanza en el Señor, pues Él siempre quiere la alegría de sus hijos. Pero hay que confiar en el Señor. Tobit exhorta: «Si os volvéis a él... os mirará sin esconder su rostro» (v. 6). Insiste: «¡Volved, pecadores! Practicad la justicia en su presencia. ¡Quién sabe si os amará y os tendrá misericordia!» (v. 6). Si los hombres eligen el camino de la conversión al Señor, Tobit –lo puede afirmar porque él mismo lo ha experimentado– añade: «Mirad lo que ha hecho con vosotros y confesadle en alta voz» (v. 6). Más adelante escribe que Jerusalén será como una «luz de lámparas por todos los confines de la tierra» (13,11). De ella llegará la salvación para todos los pueblos: «vendrán donde ti de lejos pueblos numerosos y los habitantes del confín del mundo» (v. 11). Es la visión de la universalidad de la salvación que los profetas expresaron y que todo creyente está llamado a acoger y asumir como propia. Tobit nos la ofrece también a nosotros, al inicio de este nuevo milenio. Hay que soñar y trabajar para que los pueblos, como una sola familia, se reúnan alrededor del Señor, en paz.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.