ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los pobres
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los pobres
Lunes 12 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 33 (34), 2-9

2 Bendeciré en todo tiempo al Señor,
  sin cesar en mi boca su alabanza;

3 en el Señor se gloría mi ser,
  ¡que lo oigan los humildes y se alegren!

4 Ensalzad conmigo al Señor,
  exaltemos juntos su nombre.

5 Consulté al Señor y me respondió:
  me libró de todos mis temores.

6 Los que lo miran quedarán radiantes,
  no habrá sonrojo en sus semblantes.

7 Si grita el pobre, el Señor lo escucha,
  y lo salva de todas sus angustias.

8 El ángel del Señor pone su tienda
  en torno a sus adeptos y los libra.

9 Gustad y ved lo bueno que es el Señor,
  dichoso el hombre que se acoge a él.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La liturgia de hoy nos hace cantar los primeros versículos del Salmo 33. El salmista empieza alabando él mismo al Señor y luego invita a los fieles –los anawin, aquellos «pobres» que confían en Dios y en su misericordia–, que quizás están participando en el culto del templo, a que alaben ellos también al Señor. El salmista habla de su experiencia personal, de la ayuda que ha recibido del Señor, y exclama: «Bendeciré en todo tiempo al Señor, sin cesar en mi boca su alabanza; en el Señor se gloría mi ser, ¡que lo oigan los humildes y se alegren!» (vv. 2-3). Son palabras que nos recuerdan la fuerza de la oración común que se eleva hacia el cielo. Vienen a la memoria las palabras de Jesús a los discípulos: «Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos» (Mt 18,19). Es bueno destacar la fuerza extraordinaria que tiene la comunidad de creyentes cuando se reúne para orar de manera insistente y perseverante. El Señor se ve como obligado a escuchar a sus hijos que lo invocan. Por eso el salmista afirma: «Ensalzad conmigo al Señor, exaltemos juntos su nombre» (v. 4). En las palabras del salmista se ve que busca al Señor en un momento difícil de su vida, cuando vivía rodeado por el miedo. Es algo que todo creyente, e incluso todo ser humano, ha experimentado. Y también es frecuente entre los creyentes que, ante momentos de adversidad, domine la resignación cuando no la desesperación. Es triste ver que crecen sentimientos de miedo en esos momentos difíciles. Pero el Señor no abandona a sus hijos al miedo. El salmista canta: «Consulté al Señor y me respondió: me libró de todos mis temores» (v. 5). Son palabras que debemos guardar en nuestro corazón. Sabemos que el miedo nos lleva a cerrarnos y a la violencia. La exhortación del salmista es una indicación que debemos seguir de inmediato: «Los que lo miran quedarán radiantes, no habrá sonrojo en sus semblantes» (v. 6). Sí, tenemos que dejar de mirarnos a nosotros mismos y levantar la mirada hacia el Señor. Así empezaremos a superar el miedo, pues el Señor es como un Padre que se conmueve cuando lo invocamos. No es un Dios lejano y frío. Al contrario, es misericordioso y grande en amor. No tenemos que sonrojarnos ante él, como muchas veces pasa entre los hombres. El Señor sabe de qué pasta estamos hechos. Y el salmista tiene razón cuando nos hace decir: « Si grita el pobre, el Señor lo escucha, y lo salva de todas sus angustias» (v. 7). El Salmo 31 canta: «Me alegraré y celebraré tu amor, pues te has fijado en mi aflicción, conoces las angustias que me ahogan; no me entregas en manos del enemigo, has puesto mis pies en campo abierto... Pero oías la voz de mi plegaria cuando te gritaba auxilio» (Sal 31/32,8-9.23). En esta misericordia sin límites de Dios podemos basar nuestra vida y nuestra esperanza. Con el salmista nos decimos unos a otros: «Gustad y ved lo bueno que es el Señor». Seremos dichosos si nos refugiamos en él.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.