ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 17 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 102 (103), 1-4.8-12

1 Bendice, alma mía, al Señor,
  el fondo de mi ser, a su santo nombre.

2 Bendice, alma mía, al Señor,
  nunca olvides sus beneficios.

3 Él, que tus culpas perdona,
  que cura todas tus dolencias,

4 rescata tu vida de la fosa,
  te corona de amor y ternura.

8 El Señor es clemente y compasivo,
  lento a la cólera y lleno de amor;

9 no se querella eternamente,
  ni para siempre guarda rencor;

10 no nos trata según nuestros pecados,
  ni nos paga según nuestras culpas.

11 Como se alzan sobre la tierra los cielos,
  igual de grande es su amor con sus fieles;

12 como dista el oriente del ocaso,
  así aleja de nosotros nuestros crímenes.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

A lo largo del año la liturgia nos hace cantar varias veces el Salmo 102. En esta ocasión reproducimos los primeros versículos y otros más que forman parte también de la primera parte del salmo. Ya hemos visto que la liturgia judía introdujo este salmo en la liturgia de la fiesta del Kippur, la solemnidad de la Expiación, porque lo consideran penitencial. En realidad, el salmista, que vivió la experiencia del perdón, invita a todos a participar en su acción de gracias. Lo que Dios le ha hecho a él, se lo ha hecho a todos. El amor del Señor por nosotros es realmente grande. Él, canta el salmista, «tus culpas perdona, cura todas tus dolencias, rescata tu vida de la fosa, te corona de amor y ternura» (vv. 3-4). San Agustín lo comenta con estas palabras: «El pecado es una enfermedad. Pero Dios cura todas las enfermedades. ¿Son demasiado grandes, dices? Recuerda que el médico es mayor que ellas. Para un médico todopoderoso no hay enfermedad incurable. Deja que te cure y no rechaces su mano: él sabe lo que debe hacer... Deja que corte la carne viva, soporta el dolor medicinal pensando en la salud que te reportará... Muchos aceptan confiar en las manos humanas de sus cirujanos soportando un dolor seguro y pagando honorarios por una curación insegura. ¿Dudarás tú cuando Dios, que ha creado tu cuerpo y tu alma, que te conoce y te promete que te curará, quiera ofrecerte curas gratuitas y de éxito seguro? Así pues, soporta la mano de tu médico divino». Estas palabras nos ayudan a leer de manera más profunda la acción del Señor en nuestra vida. Él, mientras borra el pecado, nos cura de la enfermedad que hace que nos inclinemos y caigamos nuevamente en la culpa. Con cinco palabras el salmista presenta las líneas de la acción sanadora de Dios: él perdona, cura, salva de la fosa, corona de gracia y de misericordia, satura de bienes a quien goza de edad avanzada y renuevan la juventud. Y por eso canta el amor de Dios: «El Señor es clemente y compasivo, lento a la cólera y lleno de amor» (v. 8). ¡Qué diferencia, entre el Señor y nosotros! Y con otra reflexión el salmista esboza la increíble paciencia que el Señor tiene con nosotros, sus hijos: «No se querella eternamente, ni para siempre guarda rencor» (v. 9). Es hermosa esta imagen del Señor: su amor está lleno de misericordia, de ternura, de sabiduría y de altura de miras. Vienen a la memoria las palabras del apóstol Pablo cuando canta el amor de Dios en la Primera Carta a los Corintios: «La caridad es paciente, es amable; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no acabará nunca» (13,4-8). El salmista tiene como un entusiasmo por la grandeza del amor de Dios: «Como se alzan sobre la tierra los cielos, igual de grande es su amor con sus fieles; como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros crímenes» (vv. 11-12). Realmente el mundo necesita este amor para salvarse de la deriva dramática en la que parece precipitarse. Al mismo tiempo que globaliza su amor, el Señor globaliza también su perdón. El Señor confía este mensaje suyo para la salvación de todo el mundo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.