ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 20 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 145 (146), 1-2.5-9

1 ¡Alaba, alma mía, al Señor!
2 Al Señor, mientras viva, alabaré,
  mientras exista tañeré para mi Dios.

5 Feliz quien se apoya en el Dios de Jacob,
  quien tiene su esperanza en el Señor, su Dios,

6 que hizo el cielo y la tierra,
  el mar y cuanto hay en ellos;
  que guarda por siempre su lealtad,

7 que hace justicia a los oprimidos,
  que da pan a los hambrientos.
  El Señor libera a los condenados.

8 El Señor abre los ojos a los ciegos,
  el Señor endereza a los encorvados,
  el Señor ama a los honrados,
  el Señor protege al forastero,
  sostiene al huérfano y a la viuda.
  y tuerce el camino del malvado.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Señor es nuestra única esperanza. Con esta afirmación se podría sintetizar todo el Salmo 145 que hoy la liturgia pone en nuestra boca. El salmista pide alabar al Señor y él, como si quisiera dar ejemplo, afirma: «Al Señor, mientras viva, alabaré, mientras exista tañeré para mi Dios» (v. 2). ¡Solo Dios salva! El salmista nos previene de confiar en el hombre: quedará defraudado. Es fácil depositar nuestra defensa en las cosas humanas, en las lógicas de este mundo, pensando que lo que salva es el «poder humano». Ya Isaías prevenía de dejar nuestras seguridades en manos de los poderosos de la tierra: «Los egipcios son hombres, no dioses, y sus caballos, carne, y no espíritu; así que el Señor extenderá su mano: tropezará la ayuda y caerá el ayudado, y todos a una serán aniquilados» (31,3). En cambio, es dichoso aquel que confía en el Señor, quien le confía su vida: «Feliz quien se apoya en el Dios de Jacob» (v. 5). Y enumera las obras de Dios en las que se manifiesta la fuerza de su amor por el hombre con la consiguiente bienaventuranza del creyente. Podríamos decir que cada acción que se recuerda es como un aspecto del riquísimo «nombre» de Dios. El Señor –empieza a decir el salmista– hace justicia con toda forma de opresión, se inclina ante los hambrientos, libra a los prisioneros, hace que brille de nuevo la luz en los ojos de los ciegos, levanta del polvo a quien ha caído y ha sido pisoteado, es el protector de los extranjeros (que no tienen el amparo étnico), es el defensor del huérfano y de la viuda (los más indefensos), infunde su amor sobre los justos, mientras que se ensaña con los injustos para castigarles y anular sus proyectos. Escuchando estas palabras oímos el eco casi perfecto de aquellas palabras que Jesús proclamó en la sinagoga de Nazaret: «El Espíritu del Señor está sobre mí... me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19). La Biblia, en cada una de sus páginas, presenta a Dios que elige a los pobres como sus criaturas privilegiadas. Y desde el inicio, desde la página del Génesis, demuestra su atención por Abel. Dios lo prefiere a él por encima de Caín, no por un capricho ni porque el primero fuera mejor que el segundo. Dios prefiere a Abel porque es más débil, más frágil (el nombre Abel significa soplo, debilidad). Y fue precisamente el amor por los débiles lo que hizo que el Señor estuviera más atento a Abel. Caín no lo comprendió y cayó en el mal. El amor por los débiles es también la razón que llevó al Señor a enviar a la tierra a su propio Hijo para salvarnos. Nos lo recuerda el apóstol Pablo: «En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos. Y pensemos que difícilmente habrá alguien que muera por un justo –tal vez por un hombre de bien se atrevería uno a morir–. Así que la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5, 6-8). La naturaleza de Dios, su mismo ser, comporta que elija a los pobres como sus primeros amigos. Dios es así, parece que insista la Escritura. Y también la Iglesia debe imitar a Dios. La Iglesia es amiga de los pobres.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.