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Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias

Memoria de Jesús crucificado

Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 23 de junio

Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 15,3-7

Entonces les dijo esta parábola. «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las 99 en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: "Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido." Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por 99 justos que no tengan necesidad de conversión.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hoy la Iglesia celebra la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Aunque es una memoria litúrgica más bien reciente, tiene sus raíces en el mismo corazón del cristianismo. El prefacio de la Liturgia, como si quisiera mostrar su sentido profundo, nos invita a contemplar el misterio del amor de Jesús: «Colgado en la cruz, en su amor sin límites dio la vida por nosotros, y por la herida de su costado salió sangre y agua, símbolo de los sacramentos de la Iglesia, para que todos los hombres, atraídos hacia el corazón del Salvador, bebieran con alegría de la fuente perenne de la salvación». La Liturgia canta con el corazón de Jesús como fuente de salvación. Sí, de aquel corazón de carne que no quiso evitar nada, que se dio totalmente hasta la última gota de sangre para sacarnos de la esclavitud del maligno, de aquel corazón continúa brotando sin cesar, a lo largo de los siglos, el amor. Este recuerdo litúrgico es una invitación que recibimos todos nosotros para que contemplemos el misterio de aquel corazón: un corazón de carne, no de piedra como muchas veces es el nuestro. De la compasión y de la conmoción de aquel corazón partió la vida pública de Jesús.
Escribe Mateo (9,36) que Jesús, yendo por las ciudades y los pueblos de Galilea, se conmovió por las muchedumbres que acudían a él porque estaban vejadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor. Y empezó a reunirlas y a ocuparse de ellas. Con Jesús había llegado finalmente el pastor bueno del que hablaba el profeta Ezequiel: «Aquí estoy yo; yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él. Como un pastor vela por su rebaño cuando se encuentra en medio de sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas. Las recobraré de todos los lugares… las llevaré de nuevo a su suelo. Las pastorearé por los montes de Israel, por los barrancos y por todos los poblados de esta tierra» (34,11-13)
El evangelista Lucas, en el pasaje que hemos escuchado, como si quisiera continuar las palabras del profeta, nos enseña hasta dónde llega el amor de este pastor bueno, que siente un amor tan grande por sus ovejas que está dispuesto a dar su propia vida por ellas. Las ama una a una, no en masa. De hecho, de cada una conoce la voz, el nombre, la historia y sabe qué necesita. Y ha puesto todo su cariño y toda su esperanza en cada una de ellas. En una sociedad masificada como la nuestra, donde es fácil caer en el olvido y desaparecer en el anonimato, es realmente una buena noticia saber que el Señor nos conoce a cada uno de nosotros por nuestro nombre, y que nunca nos olvida. En todo caso, somos nosotros, los que nos alejamos de él o huimos lejos de su cariño, corriendo así el peligro de perdernos en los meandros tristes de este mundo. Pues bien, este pastor bueno deja a las noventa y nueve ovejas en el redil para venir a buscarnos. «Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada –escribía ya el profeta Ezequiel prefigurando al buen pastor–, curaré a la herida, confortaré a la enferma; pero a la que esté gorda y robusta la cuidaré» (34,16). Jesús no abandona a ninguna de sus ovejas a su destino. Siempre las recoge y las custodia. Y tal vez no una, sino muchas veces ha tenido que dejar a las noventa y nueve ovejas para venir a buscarnos, para recogernos, para cargarnos a hombros y devolvernos al redil.
El corazón de Jesús, su amor por nosotros, no tiene límites, y llega incluso a ser totalmente incomprensible para la lógica humana. El apóstol Pablo expresa muy bien el carácter ilimitado de este amor: «Apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir. Mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5,7-8). Ese es el corazón que nos muestra la liturgia de este día. Es el corazón de Jesús que no deja de latir por nosotros y por toda la humanidad. Y se podría decir que no solo nos lleva a hombros, sino que incluso derrama en nuestro corazón su amor o, dicho de otro modo, nos da su mismo corazón, como escribe el apóstol Pablo: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.