ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas
Miércoles 5 de julio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 33 (34), 7-8.10-13

7 Si grita el pobre, el Señor lo escucha,
  y lo salva de todas sus angustias.

8 El ángel del Señor pone su tienda
  en torno a sus adeptos y los libra.

10 Respetad al Señor, santos suyos,
  que a quienes le temen nada les falta.

11 Los ricos empobrecen y pasan hambre,
  los que buscan al Señor de ningún bien carecen.

12 Venid, hijos, escuchadme,
  os enseñaré el temor del Señor.

13 ¿A qué hombre no le gusta la vida,
  no anhela días para gozar de bienes?

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El salmista formaba parte de los «pobres de Dios», es decir, de aquellos creyentes que en general gozaban de poca consideración e incluso eran marginados y dejados de lado. Sin embargo el Señor los amaba y los tenía en gran consideración: los miraba, los escuchaba, estaba atento a su grito y venía a ayudarles. Por eso el salmista puede cantar: «Si grita el pobre, el Señor lo escucha, y lo salva de todas sus angustias» (v. 7). Es un grito que sale de un corazón lleno de confianza en Dios. Así lo repiten muchas veces los salmos: «no desprecia ni rehúye la desgracia del pobre; no le oculta su rostro, le escucha cuando lo invoca», como canta el Salmo 21 (v. 25). Y es hermosa la respuesta de Dios, que envía a un ángel (un ejército de ángeles) que acampa cerca de los «pobres de Dios» asediados por el mal, para defenderles y devolverles la libertad: «El ángel del Señor pone su tienda en torno a sus adeptos y los libra» (v. 8). La guerra para derrotar el mal que quiere que los pobres y los débiles sigan siendo esclavos no la hacemos solos. Más bien, dejamos solo al Señor. Él, por el contrario, interviene enviando a su ángel santo en nuestra defensa. Él es quien derrota el mal y nos salva. El Salmo 126 advierte: «Si el Señor no construye la casa, en vano se afanan los albañiles» (v. 1). Los motivos para confiar en el Señor se indican a lo largo del salmo: Él responde a quien lo busca, escucha al pobre que grita, da cuanto necesita a quien lo invoca, está cerca de quien lo ama y salva a quien está abatido. Por eso el creyente puede decir palabras llenas de confianza firme y profunda. Y aunque recibe duros ataques el justo se mantiene firme en el Señor y su confianza no merma. Más adelante dirá: «Muchas son las desgracias del justo, pero de todas le libra el Señor» (v. 20). Por eso se invita al creyente a confiar en Dios y a confiar solo en Él. Escuchemos la invitación del salmista: «Venid, hijos, escuchadme, os enseñaré el temor del Señor» (v. 12). Todos necesitamos escuchar para aprender el «temor del Señor», para dejarnos guiar por él y por su Palabra, para caminar por sus caminos siguiendo sus enseñanzas. Esta página salmódica termina preguntándose cuál es el camino de la salvación: «¿A qué hombre no le gusta la vida, no anhela días para gozar de bienes?» (v. 13). La respuesta está escrita en las palabras anteriores: el camino de la seguridad es aquel mismo camino que recorre el Señor, es decir, escuchar el grito de los pobres, los que están cerca y los que están lejos, y «acampar» junto a ellos para librarles del mal. Aquellos ricos que empobrecen, de los que habla el salmista, encontrarán a los creyentes junto a los pobres para defenderles y librarles del mal. El creyente sabe que el Señor, antes que nosotros, ha escuchado el grito de los pobres y nos envía a defenderles como sus ángeles.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.