ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 6 de julio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 115 (116), 1-9

1 Amo al Señor porque escucha
  mi voz suplicante;

2 porque inclina su oído hacia mí
  el día que lo llamo.

3 Me aferraban los lazos de la muerte,
  me sorprendieron las redes del Seol;
  me encontraba triste y angustiado,

4 e invoqué el nombre del Señor:
  ¡Señor, salva mi vida!

5 Tierno y justo es el Señor,
  nuestro Dios es compasivo.

6 El Señor guarda a los pequeños,
  estaba yo postrado y me salvó.

7 ¡Vuelve a tu calma, alma mía,
  que el Señor te ha favorecido!

8 Ha guardado mi vida de la muerte,
  mis ojos de las lágrimas,
  mis pies de la caída.

9 Caminaré en presencia del Señor
  en el mundo de los vivos.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Salmo 115 se abre con una profesión de amor y de confianza en Dios por parte del salmista. Seguramente es una oración que hace el salmista en el templo, ante la asamblea, para dar gracias al Señor porque ha recibido un gran don: «Alzaré la copa de salvación e invocaré el nombre del Señor. Cumpliré mis votos al Señor en presencia de todo el pueblo» (vv. 13-14). La piedad cristiana ha integrado estas palabras en su tradición asociándolas a la eucaristía, que es el culmen de la oración cristiana, el momento en el que la comunidad celebra la Pascua, el misterio de la muerte y resurrección del Señor. El salmista utiliza unas expresiones intensas. Empieza declarando su amor por el Señor, porque siempre le escucha: «Amo al Señor porque escucha mi voz suplicante» (v. 1). Es un amor fuerte y apasionado, como debe ser el amor de todos los creyentes por su Señor. En la relación con Dios no podemos hacer otra cosa sino amarle, entre otras cosas porque el Señor nos ha amado primero y continúa apasionándose por nosotros. El salmista explica su pasado, aunque solo brevemente, para destacar la atención apasionada que tiene Dios con él: siempre lo ha escuchado y ha atendido su súplica. Así, cuando estaba en peligro de muerte, o cuando estaba sumido en la angustia y la tristeza, se dirigió al Señor con confianza: «¡Señor, salva mi vida!» (v. 4). Y el Señor lo escuchó. También en los momentos de desorientación interior o en los de abandono por parte de hombres que querían engañarle siempre ha mantenido su confianza en Dios: «¡Tengo fe, aún cuando digo: “Soy un desdichado”! yo que dije consternado: “los hombres son mentirosos”» (vv. 10-11). Las situaciones que describe el salmista no son raras, se repiten con frecuencia en la vida de los hombres, y también en la nuestra. Precisamente por eso el salmista exhorta a los creyentes a no dejar jamás de elevar su oración al Señor, que no se cansa de escuchar a quien se dirige a él y no tarda en intervenir. El salmista lo resalta con una constatación que recuerda una verdad que encontramos en todas las Escrituras: «El Señor guarda a los pequeños, estaba yo postrado y me salvó» (v. 6). El Señor que protege a «los pequeños» escucha su grito e interviene siempre en su ayuda. Todas las páginas de la Biblia nos exhortan a confiar en el Señor. Para el creyente, solo Dios basta. Por eso el salmista exhorta a su alma triste para que esté tranquila: «¡Vuelve a tu calma, alma mía, que el Señor te ha favorecido!» (v. 7). Los enemigos pueden acercarse e intentar que el justo caiga y hacer prevalecer el mal, pero el Señor no permite que el mal perjudique a quien confía en él. Así lo han experimentado los creyentes, los de ayer y los de hoy. También lo experimentamos nosotros cuando confiamos en el Señor. Entonces podemos cantar: «Ha guardado mi vida de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída» (v. 8). Con esta confianza el salmista termina diciendo: «Caminaré en presencia del Señor en el mundo de los vivos» (v. 9).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.