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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo
Domingo 9 de julio

Homilía

El Evangelio de este domingo nos recuerda que todo creyente debe vivir como discípulo. Así lo expresa Jesús en su oración al Padre: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a pequeños» (v. 25). Con estas palabras Jesús bendice al Padre porque ha dado a conocer el Evangelio del Reino a los «pequeños». Jesús se da cuenta de que esa es la voluntad de Dios mirando a aquel pequeño grupo de hombres y mujeres que lo siguen. Entre ellos no hay muchos poderosos ni inteligentes; son mayoritariamente pescadores, empleados de bajo nivel o en cualquier caso personas de clase no alta. Si algún personaje de relieve se acerca a Jesús (como por ejemplo el sabio Nicodemo), oye de boca de Jesús que debe «volver a nacer», volver a ser «pequeño», porque si no lo hace no podrá entrar en el reino del cielo. El reino, efectivamente, es solo para los «pequeños».
Es «pequeño» quien reconoce sus límites y su fragilidad, quien siente que necesita a Dios, lo busca y confía en Él. El texto evangélico, pues, cuando habla de manera despectiva de los «sabios e inteligentes», no se refiere a quien se esfuerza por encontrar la verdad y mejorar la vida personal y colectiva. Alude más bien a aquella actitud cuyo prototipo es la de los escribas y los fariseos. Ellos, saciados de sus buenas obras, creen cumplir todo lo que prescribe Dios; se consideran tan expertos de las cosas de Dios que no tienen el más mínimo de inquietud; están tan pagados de sí mismos que no sienten la necesidad de tender la mano para pedir ayuda. Esta autosuficiencia, por otra parte, no es en absoluto neutra, pues va de la mano del desprecio por los demás, como Jesús mismo demuestra en la parábola del fariseo y del publicano: el primero reza en pie ante el altar mientras que el segundo, postrado, al fondo, se golpea el pecho arrepentido. Pero precisamente este último, dice Jesús, es el que está justificado. A hombres como ese Jesús les dice: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso».
El Señor, como un amigo bueno, llama consigo a todos los que sienten el cansancio y el peso de la vida: desde aquel publicano hasta el pequeño grupo de hombres y mujeres que lo siguen o las muchedumbres sin esperanza, oprimidas por el desmesurado poder de los ricos, víctimas de la violencia de la guerra, del hambre y de la injusticia. Para todas esas muchedumbres deberían resonar hoy con fuerza las palabras del Señor: «Venid a mí, y yo os daré descanso». El descanso no es otro que Jesús mismo: recostarse sobre su pecho y alimentarse de su Palabra. Jesús, y solo él, puede añadir: «Tomad sobre vosotros mi yugo». No habla del «yugo de la ley», el duro yugo que imponen los fariseos. El yugo del que habla Jesús es el Evangelio, exigente y suave al mismo tiempo, como él. Por eso añade: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón». Aprended de mí, es decir, haceos discípulos míos. Lo necesitamos nosotros y sobre todo lo necesitan las grandes muchedumbres de este mundo, que esperan escuchar una vez más la invitación de Jesús: «Venid y encontraréis reposo».

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.